lunes, 26 de noviembre de 2012

Más allá del principio de placer. Cuarta parte de cinco.


(ir a la primera parte, ir a la tercera parte)

VI

El sexto apartado retoma uno de los supuestos precedentes a fin de ponerlo a prueba de nuevo, luego de ser formulada la interrogación respecto de qué es lo que la copulación, en tanto meta de una las las clases de pulsiones, repite[1].

La premisa a retomar es la de que todo ser vivo tiene que morir por causas internas, supuesto que resulta concebible, incluso, como un consuelo. Es habitual (Freud mismo lo hace en otros lugares) considerar la creencia en la vida después de la muerte como tal, pero en este caso menciona que la muerte resulta preferible si es una ley natural inexorable, 'Αναγηκη, a que si es una contingencia evitable; y hasta podría ser que la creencia en la «legalidad interna del morir» sea una ilusión para soportar mejor las «penas de la existencia»[2].

Freud se refiere a los trabajos de Weismann Über die Dauer des Lebens (Sobre la duración de la vida) de 1882, Über leben und Tod (Sobre la vida y la muerte) de 1884 y Das Keimplasma (El plasma germinal) de 1892; donde Freud encontró la teoría del apartado anterior de la diferenciación de la sustancia viva en una parte mortal (el soma) y otra inmortal in potentia (las células germinales) a la que, dice, había llegado por caminos diferentes, no considerando la sustancia viva sino las fuerzas que afincan en ella.

Sin embargo, la opinión de Weismann sobre la muerte es distinta, pues ella vale sólo, según él, para organismos pluricelulares, no los unicelulares, de modo que la misma no sería una propiedad universal de la vida sino adquirida, incluso adaptativa: adecuada a fines. Mientras tanto, la reproducción si parece una propiedad inherente a ella, primodial. Freud hace notar que el punto de vista que vé en la muerte una consecuencia directa de la reproducción es tributaria de Goette, de Über den Ursprung des Todes (Sobre el origen de la muerte). Para Hartmann, por ejemplo, la muerte coincide con la reproducción. Y se citan algunas investigaciones de laboratorio, unas que condujeron a afirmar la inmortalidad de los protistas, otras a que mueren tanto como los animales superiores, tras una fase de envejecimiento. Como intento de conciliar los hechos mencionados en las respectivas investigaciones se afirma que el cambio en el medio donde habitaban los pequeños organismos (como ocurría en las investigaciones de Woodruff) tendría un efecto similar al de la reproducción y que a falta de tal habría llegado a los mismos resultados que las investigaciones que resultaron divergentes en ese punto. Se infiere entonces que ese efecto responde a la incidencia de los productos del metabolismo propio, mientras que los de otra especie inciden en cambio rejuveneciendo esos pequeños seres animados.

Llegado a este punto Freud se detiene a pensar si resulta o no atinado buscar la respuesta a su pregunta mediante el estudio de los protistas. De hecho, incluso si la muerte resultada, como lo opinaba Weismann, una adquisición tardía, eso no cancelaría la hipótesis de que no ya la muerte, pero sí al menos las fuerzas a ella tendientes pudieran incluirse entre las que tienen lugar en la vida de estos microorganismos. Además no sólo la biología se dedicado al estudio de este problema, sino también los filósofos, entre los que se cuenta a Schopenhauer (Se menciona en una nota del editor la Especulacióntrascendente sobre la aparente intencionalidad en el destino delindividuo de Parerga yParaliponema) quien concibió la muerte como el «genuino resultado» de la vida.


Freud prosigue con una recapitulación de su teoría de la libido. Al inicio se había postulado la oposición entre dos clases de pulsiones, las sexuales y las yoicas de autoconservación. El hecho de haber extendido el concepto de las primeras de ellas más allá de la estricta función de reproducción, recuerda, había despertado gran escándalo en la sociedad. Luego se reparó en la regularidad con que el yo quitaba del objeto la libido para dirigirla a sí (la introvesión). También se tuvo en cuenta el estudio del desarrollo de libidinal infantil y se llegó a concebir al yo como “el reservorio genuino y originario de la libido”[3]. El yo era entonces un objeto sexual “el más encumbrado de ellos” y la libido que permanecía en el yo (en lugar de investir un objeto) se denominó narcisista. Así, la libido narcisista representaba la exteriorización de pulsiones sexuales, pero también a las de autoconservación. Y sin embargo, nada había que objetar a la vieja fórmula según la cual “la psiconeurosis consiste en un conflicto entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales” [4]. Faltaba definir dicha diferencia en base a una tópica.

Se plantea el problema de que si las pulsiones de autoconservación son de naturaleza libidinal, luego no parece que pueda hablarse de pulsiones yoicas en algún otro sentido. Y aduce Freud que, ante “la oscuridad” de la cuestión, no parece bueno desechar las ocurrencias que prometieran esclarecimiento. Se había tomado en cuenta la oposición entre las pulsiones de vida y las de muerte, pero el amor de objeto enseña otra oposición: la que media entre amor y odio. Pero ¿deriva la pulsión sádica del Eros o acaso se trata de una pulsión de muerte que unicamente sale a la luz y puede vislumbrarse cuando el Eros la dirige al objeto? De ser así (como en el último caso), el masoquismo, que había sido concebido como una reversión contra la persona propia del sadismo, se lo hace ahora como una vuelta regresiva, lo que conlleva implícito el supuesto de un masoquismo primario.

Pero como el interrogante inicial, referido a qué repite la pulsión sexual, o como dice más tarde, al origen de las mismas, entonces cita Freud la teoría que Aristófanes, en el diálogo platónico El banquete, profiere respecto del amor. Se advierte nuevamente al lector, excusando recurrir a una mito antes que −como venía haciendo− a las teorías biológicas. Pero se destaca un elemento que le interesa de esa argumentación: en ella, la pulsión se deriva “de la necesidad de restablecer un estado anterior”[5]. Resumiendo, pues el lector seguramente querrá seguir el link que conduce a la obra de Platón, para Aristófanes hubo, en el origen, tres clases de hombres, uno de los cuales (del que sólo queda el nombre) se componía de una mitad hombre y otra mujer. Pero Zeus los seccionó y en adelante las mitades buscaron reunirse en la primitiva esfera.

Llegado a este punto, Freud hace unas aclaraciones: que él no argüye siguiendo una certeza cartesiana ni pide que el lector lea de un modo semejante. El factor del convencimiento no tiene nada que hacer en su argumentar. Pero ¿por qué seguir sus vías e, incluso, hacerlas públicas? “Pues bien, es sólo que no puedo negar algunas de las analogías, enlaces y nexos apuntados en ella me parecieron dignos de consideración”[6]




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1 Puede extrañar a lectores habituados a la literatura científica que un autor se conduzca de una manera semejante frente a una premisa de su teoría. Suele ser más habitual que se aceptan o se rechazan los enunciados, y se argumenta de una vez por todas para persuadir al lector de seguirlo en la vía que se adopte. Sin embargo, este proceder le es impuesto a Freud con la doctrina del inconsciente que él mismo forjó, y con ello no hace más que ser consecuente con sus fundamentos, en lo que implican con respecto al saber y a la verdad.

2 Strachey refiere la frase a Schiller, Die Braut von Messina (La novia de Messina). Lacan popularizó la expresión «dolor de existir», véase “Kant con Sade” en Escritos II.

3 Freud, Más allá..., p AE 50

4 Ibíd.

5 Ibíd. 56

6 Ibíd. 59

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