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martes, 19 de noviembre de 2013

Duelo y melancolía (primera parte)

Freud comienza su ensayo dedicado a la melancolía con un estudio comparativo con el duelo, procediendo al modo en que años atrás, buscando esclarecer la esencia de la vida despierta había estudiado el sueño. También invoca las “múltiples analogías” entre sendos cuadros generales para justificar este método. Menciona que cuando se descubren las causas se encuentran coincidentes , pues:

"El duelo es, por lo general, la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc.”

Y las mismas influencias pueden provocar en algunas personas el cuadro melancólico. Otro comentario que suele recordarse hecho en este contexto es el de que pese a lo alejado de la normalidad que se encuentra el duelo, no obstante no debe tratarse como si fuese un estado patológico y antes bien esperar a que desaparezca por sí solo.

En cuanto al cuadro melancóloco, afirma:
“La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución de amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones, de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo.”

Se encuentra en éste último punto un primer elemento de discernimiento entre duelo y melancolía, la presencia en la segunda (y ausencia en el primero) de la perturbación del Selbstgefühl (término traducido por Ballesteros por amor propio).

Luego lleva a cabo una “caracerización económica” del duelo:

“el examen de la realidad ha mostrado que el objeto amado no existe ya y demanda que la libido abandone todas sus ligaduras con el mismo. Contra esta demanda surge una oposición naturalísima, pues sabemos que el hombre no abandona gustoso ninguna de las posiciones de su libido, aun cuando les haya encontrado ya una sustitución. Esta oposición puede ser tan intensa que surjan el apartamiento de la realidad y la conservación del objeto por medio de una psicosis desiderativa alucinatoria. Lo normal es que el respeto a la realidad obtenga la victoria. Pero su mandato no puede ser llevado a cabo inmediatamente, y sólo es realizado de un modo paulatino, con gran gasto de tiempo y de energía de carga, continuando mientras tanto la existencia psíquica del objeto perdido. Cada uno de los recuerdos y esperanzas que constituyen un punto de enlace de la libido con el objeto es sucesivamente despertado y sobrecargado, realizándose en él la sustracción de la libido. (...) Al final de la labor del duelo vuelve a quedar el yo libre y exento de toda inhibición.”

Otro aspecto de diferenciación apuntado por Freud es el lugar de lo que se pierde en un caso y en el otro. A diferencia del duelo, en la melancolía es más difícil percibir qué es lo que el sujeto ha perdido realmente, incluso muchas veces que el melancólico sabe a quién ha perdido, no parece saber qué ha perdido con él.

Concluye pues que “de este modo nos veríamos impulsados a relacionar la melancolía con una pérdida de objeto sustraída a la conciencia, diferenciándose así del duelo, en el cual nada de lo que respecta a la pérdida es inconsciente.”
Prosigue luego describiendo el otro punto de oposición mencionado ya:
“En la melancolía es el yo lo que ofrece estos rasgos a la consideración del paciente. Este nos describe su yo como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno y moralmente condenable. Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo. Se humilla ante todos los demás y compadece a los suyos por hallarse ligados a una persona tan despreciable. No abriga idea ninguna de que haya tenido efecto en él una modificación, sino que extiende su crítica al pasado y afirma no haber sido nunca mejor. El cuadro de este delirio de empequeñecimiento (principalmente moral) se completa con insomnios, rechazo a alimentarse y un sojuzgamiento, muy singular desde el punto de vista psicológico, del instinto, que fuerza a todo lo animado a mantenerse en vida.”

Siguiendo otro principio metodológico (el tercero a esta altura: la consideración con lo anormal para estudiar lo normal, la hipótesis de una vida psíquica inconsciente) Freud sostiene que si el sujeto afirma todo eso, si sostiene todo ese “delirio de empequeñecimiento”, no es pertinente contradecirlo. Antes bien, interrogar los motivos que puede tener para estar tan convencido de ello. Lo cual no implica poner a prueba sus enunciados, pues su efectividad no es lo que está en cuestión. Muchas veces puede ser perfectamente cierto todo lo que dice de sí mismo, y la misma melancolía le ayuda a alcanzar dicha situación. De hecho,  cita a lrepecto a Hamlet quien afirma “Tratad a cada uno como se merece y, ¿quién escapa al látigo?”. 

De este modo, lo que se contrasta aquí no es la adecuación o no de los enunciados del sujeto, sino que la valoración de sí mismo que conllevan implican de por sí una perturbación.

Y aún hay más. Tampoco deja de llamar la atención que, aquejado supuestamente de tantos remordimientos, le melancólico se muestre tan ajeno al pudor, llegando a comunicar a quien esté disponible todos sus defectos. Freud propone la hipótesis (adicional) de que en ese rebajamiento el sujeto encuentra una satisfacción.

Luego de los planteos teóricos así esbozados en el post, Freud prosigue con un agregado que proviene de la experiencia clínica, y formula así:

“Si oímos pacientemente las múltiples autoacusaciones del melancólico, acabamos por experimentar la impresión de que las más violentas resultan con frecuencia muy poco adecuadas a la personalidad del sujeto y, en cambio, pueden adaptarse, con pequeñas modificaciones, a otra persona, a la que el enfermo ama, ha amado o debía amar. Siempre que investigamos estos casos queda confirmada tal hipótesis que nos da la clave del cuadro patológico, haciéndonos reconocer que los reproches con los que el enfermo se abruma corresponden en realidad a otra persona, a un objeto erótico, y han sido vueltos contra el propio yo. (…)Todo esto sólo es posible porque las reacciones de su conducta parten aún de la constelación anímica de la rebelión, convertida por cierto proceso en el opresivo estado de la melancolía.”

Estas consideraciones conducen a la conocida afirmación de la “identificación con el objeto amado”, que tiene lugar no sólo en la melancolía. El yo pierde pues recibe los reproches que tenían como destinatario al objeto, pero también porque sostiene los que provenía de él como remitente. La diferenciación en el interior del yo merced la identificación con el objeto lo expone, en este caso, a padecer tanto como el objeto las querellas que le estaban dirigidas, pero también las que el objeto le dirigía al yo.

Surge entonces el interrogante ¿Cómo se llega a este desenlace si se trataba, justamente, de un objeto amado? ¿El amor es acaso fuente de querellas y denigraciones y reproches semejantes? Pues bien, Freud concluye que sí, por su puesto. Pero agrega otro concepto para considerar este punto, el de ambivalencia:

“Las situaciones que dan lugar a la enfermedad en la melancolía van más allá del caso transparente de la pérdida por muerte del objeto amado, y comprenden todas aquellas situaciones de ofensa, postergación y desengaño, que pueden introducir, en la relación con el objeto, sentimientos opuestos de amor y odio o intensificar una ambivalencia preexistente. Este conflicto por ambivalencia, que se origina a veces más por experiencias reales y a veces más por factores constitucionales, ha de tenerse muy en cuenta entre las premisas de la melancolía. Cuando el amor al objeto, amor que ha de ser conservado, no obstante el abandono del objeto, llega a refugiarse en la identificación narcisista, recae el odio sobre este objeto sustitutivo, calumniándolo, humillándolo, haciéndole sufrir y encontrando en este sufrimiento una satisfacción sádica. El tormento, indudablemente placentero que el melancólico se inflige a sí mismo significa, análogamente, a los fenómenos correlativos de la neurosis obsesiva, la satisfacción de tendencias sádicas y de

odio 1409, orientadas hacia un objeto, pero retrotraídas al yo del propio sujeto en la forma como hemos venido tratando.”

miércoles, 24 de abril de 2013

Recordar, repetir, reelaborar, segunda parte.

En la primera parte de este post, habíamos dicho que según Freud lo que repite es «todo cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto: sus inhibiciones y sus actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter» y agrega que «además, durante el tratamiento repite todos sus síntomas».

 En ese punto, prosigue, se advierte que con la compulsión de repetición antes que un hecho nuevo se obtiene una concepción más unificadora (einheitlichere Auffassung [p.8]), que la condición de enfermo del analizante no puede cesar con el inicio del análisis y además que no debe tratarse su enfermedad como un episodio histórico sino como un poder actual: "Esta condición patológica va entrando pieza por pieza dentro del horizonte y del campo de acción de la cura, y mientras el enfermo lo vivencia como algo real-objetivo y actual, tenemos nosotros que realizar el trabajo terapéutico, que en buena parte consiste en la reconducción al pasado" [1].

Pero advierte que «hacer repetir» −según la técnica resultante del abandono de la hipnosis− equivale a convocar un fragmento de vida real, lo cual no es ni inofensivo ni carente de peligro, pues de ahí surge el problema del "«empeoramiento durante la cura»"[2]. Antes del análisis, lo común es frente al síntoma, la política del avestruz, mientras se desprecia como algo sin sentido y se lo menosprecia, se procede reprimiendo sus exteriorizaciones. Pero la cura requiere "que el paciente cobre el coraje de ocupar su atención en los fenómenos de su enfermedad"[3]. Ya no será algo despreciable sino un digno oponente. Esta tolerancia a la condición de enfermo puede explicar en parte al agudizamiento de los conflictos y la emergencia al primer plano de los síntomas. Pero otra cosa es que la resistencia pretenda sacar provecho de la situación abusando de "permiso de estar enfermo"[4]. Es como si la represión lo aprovechara para decir "¡Ahora ven qué es lo que pasa cuando bajo la guardia!". Asimismo, la repetición podrá ejercerse sobre mociones pulsionales que aún no habían logrado abrirse paso, y también se corre el riesgo de que tenga lugar fuera de la transferencia, produciendo efectos duraderos.

Lo que responde a los problemas que se plantean entonces es que la repproducción en un ámbito psíquico sigue siendo la meta (según el modelo de la hipnosis) "aunque se sepa que con la nueva técnica no se lo puede lograr"[5]. Se procura así "retener en un ámbito psíquico" lo impulsos de los que él querría una descarga motriz (un pasaje al acto, según la expresión actual), tramitándolos "mediante el trabajo del recuerdo". Así es como se justifica el consejo de no embarcarse en proyectos de importancia vital durante el análisis.

Tal vez a los fines de clarificar esto cita un ejemplo fallido en que una repetición produjo la interrupción de una cura, "antes que yo hubiera tenido tiempo de decirle algo capaz de impedirle esa repetición"[6]. Pero ¿a qué recurrir entonces en un momento así? Se le da libertad, a la repetición, a deplegarse en el terreno de la transferencia, siempre que se respeten las condiciones de existencia del tratmiento, para así "dar a todos los síntomas un nuevo significado transferencial", o sea sustituyendo "su neurosis ordinaria por una neurosis de transferencia"[7]. Vemos aquí que se apela en cierto modo a un optimismo, pero no por ello el problema deja de estar delimitado. Pero agrega al escrito un comentario adicional.

Se refiere entonces a cierta inclinación, que atribuye a los principiantes del análisis, de confundir el "discernimiento y comunicación" de la resistencia, que es el comienzo de su análisis, con el análisis en su totalidad. En supervisiones se le referían casos donde ningún caso se hacía de las indicaciones del médico en tal sentido. Lo que así se olvida, dice, es que "nombrar la resistencia no puede producir su cese inmediato. Es preciso dar tiempo al enfermo para enfrascarse en la resistencia, no consabida para él, para reelaborarla"[8]. Nótese que, según Strachey Freud modificó en este punto su texto. En la primera edición, decía, respecto de la resistencia en la que se dejaba al enfermo enfrascarse, que le era, ahora, conocida (con su nombramiento). Es evidentemente diferente enfrascarse en algo que es conocido que en algo que no lo es. Tal resistencia, prosigue, no puede ser evitada ni apurada.

El lector puede seguir leyende sobre este tema en este otro post.



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1. Freud, “Recordar repetir reelaborar”, en O.C., T12 Aorrortu, p.153.
2. Ibíd., p.154.
3. Ibíd.
4. Ibíd.
5. Ibíd., p.155.
6. Ibíd.
7. Ibíd., p.156.
8. Ibíd., p.157.

miércoles, 10 de abril de 2013

Freud, Erinnern, Wiederholen und Durcharbeiten

El escrito de Freud Recuerdo, repetición y elaboración[1] fue publicado por primera vez en alemán en 1914 en Internationale Zeitschrift für Ärztliche Psychoanalyse. Su primera publicación en castellano fue en la edición de Biblioteca Nueva, en la versión traducida por Luis López Ballesteros. 

Dejamos la versión alemana de la primera edición en este link , del cual puede ser descargado el pdf. 

Para leer más respecto de dicho artículo, ir a este post.
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Nota: En la edición de Amorrortu recibió el nombre de Recordar, repetir y reelaborar.

lunes, 18 de febrero de 2013

Recordar, repetir, reelaborar, primera parte

El artículo de Freud Recordar, repetir, reelaborar fue publicado inicialmente en el año 1914. En él se introduce el concepto de «compulsión de repetición».

Empieza recordando al lector las “profundas alteraciones” experimentadas por la técnica psicoanalítica desde sus inicios. En un primero momento (catarsis breueriana) se enfocaba en el momento de la formación de síntoma y un empeño para reproducir los procesos psíquico de esa situación. Después se renunció a la hipnosis, reemplazadas por las asociaciones del paciente, y la “resistencia” se sorteaba mediante la interpretación, pero se mantenía el enfoque en la situación en que se formó el síntoma. En tercer lugar, se renunció a hacer foco en una situación o problema y se recurre a la interpretación para “discernir las resistencias” y “hacérselas conscientes” al paciente.

Lo que no cambió, afirma, con todo ello es la meta: “llenar las lagunas del recuerdo”, “vencer las resistencias de la represión”.

El olvido (recae sobre impresiones, escenas, vivencias) es la mayoría de las veces un bloqueo, dice Freud. El paciente agrega en general al recordar que lo sabía pero no se le había cruzado por la cabeza. También existen fantasías, “procesos de referimiento” (Beziehungsvorgänge [p.5]), mociones de sentimiento, nexos, que no fueron olvidados, pues nunca fueron conscientes, pero se pueden recordar. Además, existen vivencias, de un tipo particular, tempranas, incomprendidas, pero inteligidas después; las cuales no se recuerda, pero retornan en sueños, por ejemplo.

Comparando las “técnicas” de un momento a otro, escribe, respecto de la ulterior:

«el analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace”[1].

Se enumeran a continuación algunos ejemplos: 1) el analizado dice no acordarse de haber sido desafiante e incrédulo ante la autoridad parental, pero es así como se comporta frente al analista. 2) no recuerda haberse quedado atascado en su investigación sexual infantil, pero presenta sueños confusos, se queja de que no le salen las cosas y se dice que es su destino no acabar con ninguna de sus empresas. 3) no se acuerda de haberse avergonzado por sus quehaceres sexuales ni temido que lo descubrieran en eso, pero sí del tratamiento, al que guarda en secreto.

En especial, él empieza la cura con una repetición así”[2]. Es decir, en lugar de hacer uso de la lengua, una vez que toma conocimiento de la regla fundamental, no sabe decir el paciente palabra alguna. Agrega “durante el lapso que permanezca en tratamiento no se liberará de esta compulsión de repetición”[2].

En un pasaje se identifican repetición y transferencia (o se subsume ésta en la aquella), la segunda es “sólo una pieza” de la primera, la cual “es la transferencia del pasado olvidado” no sólo sobre el analista. Esto implicará que la repetición no sólo tenga lugar en el exclusivo ámbito del tratamiento, sino fuera de él, pudiendo abarcar por ejemplo la elección de un ojeto amoroso, por ejemplo.

Luego se dan precisiones sobre lo que repite: “Repite todo cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto: sus inhibiciones y sus actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter” y “sus síntomas”[3].
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1 Freud, “Recordar repetir reelaborar”, en O.C., T12 Aorrortu, p152.
2 Ibíd p152
3 Ibíd p153

domingo, 2 de diciembre de 2012

Más allá del principio de placer. Quinta y última parte.

(ir a la primera parte; ir a la cuarta parte)

VII

En la última parte se examina de nuevo la noción de placer, que había sido presentada como una descarga de excitación, tomando como modelo el acto sexual, “el máximo placer asequible”, que “va unido a la momentánea extinción de una excitación extrema”[1]. La ligazón de la pulsión “una de las más tempranas e importantes funciones del aparato anímico”, “sería una función preparatoria destinada a acomodar la excitación para luego tramitarla definitivamente”[2].

Freud llega a esta conclusión: el afán de placer es más intenso al inicio, pero menos irrestricto. Esto en base a que los procesos excitatorios no ligados provocan sensaciones más intensas que los ligados, y a que si desde el principio el principio de placer no actuase en ellos, no lo haría después.

Hacia el final del texto se plantean algunas cuestiones que podrían suscitar ulteriores estudios. La conciencia toma noticia tanto de las sensaciones placenteras como las displacenteras, pero también lo hace de una cierta tensión, la cual puede ser tanto de una como de otra cualidad. Se indican dos hipótesis: primero, que “por medio de estas diferenciaciones diferenciamos los procesos de la energía ligada y la no ligada” (es decir, supongo, que unos corresponderían tanto a los placenteros como a los displacenteros puestos, o no, en relación con dicha tensión); segundo, que placer y displacer se refieren a variaciones cuantitativas mientras que la tensión a la cantidad absoluta.

Por otra parte, se menciona el hecho del contraste entre la notoriedad de las pulsiones de vida, en contraposición a lo inadvertido en que las de muerte realizan su trabajo. Y la relación directa entre el principio de placer y la pulsión de muerte.


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1 Freud, Más allá..., AE p 60

2 Ibíd.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Más allá del principio de placer. Cuarta parte de cinco.


(ir a la primera parte, ir a la tercera parte)

VI

El sexto apartado retoma uno de los supuestos precedentes a fin de ponerlo a prueba de nuevo, luego de ser formulada la interrogación respecto de qué es lo que la copulación, en tanto meta de una las las clases de pulsiones, repite[1].

La premisa a retomar es la de que todo ser vivo tiene que morir por causas internas, supuesto que resulta concebible, incluso, como un consuelo. Es habitual (Freud mismo lo hace en otros lugares) considerar la creencia en la vida después de la muerte como tal, pero en este caso menciona que la muerte resulta preferible si es una ley natural inexorable, 'Αναγηκη, a que si es una contingencia evitable; y hasta podría ser que la creencia en la «legalidad interna del morir» sea una ilusión para soportar mejor las «penas de la existencia»[2].

Freud se refiere a los trabajos de Weismann Über die Dauer des Lebens (Sobre la duración de la vida) de 1882, Über leben und Tod (Sobre la vida y la muerte) de 1884 y Das Keimplasma (El plasma germinal) de 1892; donde Freud encontró la teoría del apartado anterior de la diferenciación de la sustancia viva en una parte mortal (el soma) y otra inmortal in potentia (las células germinales) a la que, dice, había llegado por caminos diferentes, no considerando la sustancia viva sino las fuerzas que afincan en ella.

Sin embargo, la opinión de Weismann sobre la muerte es distinta, pues ella vale sólo, según él, para organismos pluricelulares, no los unicelulares, de modo que la misma no sería una propiedad universal de la vida sino adquirida, incluso adaptativa: adecuada a fines. Mientras tanto, la reproducción si parece una propiedad inherente a ella, primodial. Freud hace notar que el punto de vista que vé en la muerte una consecuencia directa de la reproducción es tributaria de Goette, de Über den Ursprung des Todes (Sobre el origen de la muerte). Para Hartmann, por ejemplo, la muerte coincide con la reproducción. Y se citan algunas investigaciones de laboratorio, unas que condujeron a afirmar la inmortalidad de los protistas, otras a que mueren tanto como los animales superiores, tras una fase de envejecimiento. Como intento de conciliar los hechos mencionados en las respectivas investigaciones se afirma que el cambio en el medio donde habitaban los pequeños organismos (como ocurría en las investigaciones de Woodruff) tendría un efecto similar al de la reproducción y que a falta de tal habría llegado a los mismos resultados que las investigaciones que resultaron divergentes en ese punto. Se infiere entonces que ese efecto responde a la incidencia de los productos del metabolismo propio, mientras que los de otra especie inciden en cambio rejuveneciendo esos pequeños seres animados.

Llegado a este punto Freud se detiene a pensar si resulta o no atinado buscar la respuesta a su pregunta mediante el estudio de los protistas. De hecho, incluso si la muerte resultada, como lo opinaba Weismann, una adquisición tardía, eso no cancelaría la hipótesis de que no ya la muerte, pero sí al menos las fuerzas a ella tendientes pudieran incluirse entre las que tienen lugar en la vida de estos microorganismos. Además no sólo la biología se dedicado al estudio de este problema, sino también los filósofos, entre los que se cuenta a Schopenhauer (Se menciona en una nota del editor la Especulacióntrascendente sobre la aparente intencionalidad en el destino delindividuo de Parerga yParaliponema) quien concibió la muerte como el «genuino resultado» de la vida.


Freud prosigue con una recapitulación de su teoría de la libido. Al inicio se había postulado la oposición entre dos clases de pulsiones, las sexuales y las yoicas de autoconservación. El hecho de haber extendido el concepto de las primeras de ellas más allá de la estricta función de reproducción, recuerda, había despertado gran escándalo en la sociedad. Luego se reparó en la regularidad con que el yo quitaba del objeto la libido para dirigirla a sí (la introvesión). También se tuvo en cuenta el estudio del desarrollo de libidinal infantil y se llegó a concebir al yo como “el reservorio genuino y originario de la libido”[3]. El yo era entonces un objeto sexual “el más encumbrado de ellos” y la libido que permanecía en el yo (en lugar de investir un objeto) se denominó narcisista. Así, la libido narcisista representaba la exteriorización de pulsiones sexuales, pero también a las de autoconservación. Y sin embargo, nada había que objetar a la vieja fórmula según la cual “la psiconeurosis consiste en un conflicto entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales” [4]. Faltaba definir dicha diferencia en base a una tópica.

Se plantea el problema de que si las pulsiones de autoconservación son de naturaleza libidinal, luego no parece que pueda hablarse de pulsiones yoicas en algún otro sentido. Y aduce Freud que, ante “la oscuridad” de la cuestión, no parece bueno desechar las ocurrencias que prometieran esclarecimiento. Se había tomado en cuenta la oposición entre las pulsiones de vida y las de muerte, pero el amor de objeto enseña otra oposición: la que media entre amor y odio. Pero ¿deriva la pulsión sádica del Eros o acaso se trata de una pulsión de muerte que unicamente sale a la luz y puede vislumbrarse cuando el Eros la dirige al objeto? De ser así (como en el último caso), el masoquismo, que había sido concebido como una reversión contra la persona propia del sadismo, se lo hace ahora como una vuelta regresiva, lo que conlleva implícito el supuesto de un masoquismo primario.

Pero como el interrogante inicial, referido a qué repite la pulsión sexual, o como dice más tarde, al origen de las mismas, entonces cita Freud la teoría que Aristófanes, en el diálogo platónico El banquete, profiere respecto del amor. Se advierte nuevamente al lector, excusando recurrir a una mito antes que −como venía haciendo− a las teorías biológicas. Pero se destaca un elemento que le interesa de esa argumentación: en ella, la pulsión se deriva “de la necesidad de restablecer un estado anterior”[5]. Resumiendo, pues el lector seguramente querrá seguir el link que conduce a la obra de Platón, para Aristófanes hubo, en el origen, tres clases de hombres, uno de los cuales (del que sólo queda el nombre) se componía de una mitad hombre y otra mujer. Pero Zeus los seccionó y en adelante las mitades buscaron reunirse en la primitiva esfera.

Llegado a este punto, Freud hace unas aclaraciones: que él no argüye siguiendo una certeza cartesiana ni pide que el lector lea de un modo semejante. El factor del convencimiento no tiene nada que hacer en su argumentar. Pero ¿por qué seguir sus vías e, incluso, hacerlas públicas? “Pues bien, es sólo que no puedo negar algunas de las analogías, enlaces y nexos apuntados en ella me parecieron dignos de consideración”[6]




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1 Puede extrañar a lectores habituados a la literatura científica que un autor se conduzca de una manera semejante frente a una premisa de su teoría. Suele ser más habitual que se aceptan o se rechazan los enunciados, y se argumenta de una vez por todas para persuadir al lector de seguirlo en la vía que se adopte. Sin embargo, este proceder le es impuesto a Freud con la doctrina del inconsciente que él mismo forjó, y con ello no hace más que ser consecuente con sus fundamentos, en lo que implican con respecto al saber y a la verdad.

2 Strachey refiere la frase a Schiller, Die Braut von Messina (La novia de Messina). Lacan popularizó la expresión «dolor de existir», véase “Kant con Sade” en Escritos II.

3 Freud, Más allá..., p AE 50

4 Ibíd.

5 Ibíd. 56

6 Ibíd. 59

sábado, 17 de noviembre de 2012

Más allá del principio de placer. Tercera parte de cinco.

 (ir a la primera parte)
(ir a la segunda parte)

V

Comienza la quinta parte de este ensayo con el tema de las excitaciones de fuente interna y la importancia económica que adquieren por no haber protección “hacia adentro” (o bien, como ya había dicho, por usar con respecto a las mismas la protección como si fueran externas). Para llamarlas por su nombre, digamos que a tales fuentes Freud da el nombre de «pulsiones», Trieb en alemán (que en traducciones como las de López Ballesteros se designan como instintos; lo que luego fue muy criticado por lo equívocos −de todas maneras inevitables por cierto, creo yo− que eso permitió). Estas pulsiones son, dice luego, “los representantes de todas las fuerzas eficaces que provienen del interior del cuerpo y se transfieren al aparato”[1], y agrega el supuesto de que las mismas (lo los procesos que de ellas parten) obedecen al tipo no ligado de proceso nervioso, que fue estudiado detenidamente en Die Traumdeutung y que dió el nombre de proceso psíquico primario. La diferencia entre éste y su contraparte, el secundario, es identificada con la que media entre procesos de investidura libre y ligada. Cabe notar que con anterioridad el principio de placer era concebido como el funcionamiento primario del aparato, relevado por el principio de realidad, pero en esta ocasión el imperio irrestricto del principio del principio de placer es resultado de un cierto trabajo de ligadura independiente al principio que se había supuesto inicial.

Retoma entonces el tema del juego infantil, donde la repetición de la vivencia displacentera resulta en un dominio sobre la impresión que produjo, y señala un aspecto de éste: el niño se mostrará inflexible exigiendo la identidad de la impresión, rasgo de carácter llamado a desaparecer más tarde, según afirma. A diferencia el adulto que ya no ríe del mismo modo la segunda vez que escucha un chiste que la primera (lo que parecería permitir el supuesto de que la novedad sea condición de goce) el niño querrá escuchar la misma historia, jugar el mismo juego buscando esta identidad. Freud ya había hablado de esta identidad, el reencuentro de la identidad, y aquí repite que no contradice el principio de placer. Pero agrega “en el analizado resulta claro que su compulsión a repetir en la transferencia los episodios del período infantil de su vida se sitúa, en todos los sentidos, más allá del principio de placer”[2]. Con lo cual notamos, o podemos conjeturar, que es teniendo en mente esta dificultad de la transferencia que esta teoría fue concebida, lo cual la vuelve un poco más inteligible. Se hace una indicación metapsicológica de paso, i.e., que las huellas mnémicas de la infancia no subsisten en el aparato de modo ligado. Pero pasa a preguntarse sobre el vínculo entre la repetición y lo pulsional y arroja una fórmula como esta: “una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducir un estado anterior”[3].

La pulsión resulta por ello conservadora y no progresista o desarrollista. Hipótesis que se toma de base para la argumentación posterior, luego de una advertencia al lector. La primer consecuencia de ella es que todo el desarrollo corre por cuenta de los influjos externos, que adjetiva a su vez de perturbadores y desviantes. Sólo es una apariencia engañosa la que lleva a ver en las pulsiones fuerzas que tengan que ver con el cambio, con el progreso, pues su meta es alcanzar lo inorgánico, que le precedió. Los 'fenómenos vitales' tal vez sean la retención que las pulsiones conservadoras hacen de aquellos rodeos que el mundo le imponía en su momento para alcanzar esta meta. Así, del primer al segundo momento, la pulsión incorpora lo perturbador, lo que desviaba respecto de su meta, para ocupar justamente ese lugar; más adelante dice que su papel es “conservar la alteración impuesta” (hecho por otra parte que se corrobora en diversos ámbitos de la cultura por cierto). Se vuelven sus peculiaridades propias de un modo un tanto paradójico: “el organismo sólo quiere morir a su manera, también estos guardianes de la vida fueron orignariamente alabarderos de la muerte”[4]. Estas son la pulsiones de autoconservación, que lucha contra la influencia de las fuerzas que lo ayudarían a dar con su meta por un circuito más corto, una conducta que Freud distingue de aquella que llamamos inteligente.

En lo que sigue se refiere a las otras (la restricción de la hipótesis), las pulsiones sexuales. En el interior del ser vivo encontramos ciertas células que, a diferencia del resto del organismo, no lo acompañan a la muerte natural, apartándose de él, con lo que se les adscribe una inmortalidad potencial. Estas pulsiones, por tanto, sobreviven al individuo y bregan por el encuentro de dichas células con otras germinales diferenciadas. Estas pulsiones son más coservadoras todavía: son resistentes a la injerencia externa y conservan la vida por lapsos más largos; pese a que −agrega en 1923− son lo único que desde adentro puede concebirse como tendiente al progreso. Entre estas, las sexuales, y las otras, de muerte, hay una oposición. Y la vida es un ritmo “titubeante”: unas pulsiones se lanzan hacia la meta, luego las otras vuelven hacia atrás, prolongándola.

El resultado de esto es la cancelación del supuesto de una pulsión de perfeccionamiento, calificada de consoladora ilusión. El perfeccionamiento es obra, luego, de la represión antes que las pulsiones las cuales, reprimidas, hallarán toda satisfacción (sustitutiva, reactiva, sublimada) insuficiente. Este camino “hacia atrás” hacia una satisfacción plena está impedida por la represión y por ello se busca avanzar por los caminos posibles, dando la apariencia de una pulsión de perfeccionamiento.

(leer la cuarta parte)


1 Freud, Más allá..., A.E., p 34
2 Ibíd., p36
3 Ibíd.
4 Ibíd. p 39

domingo, 21 de octubre de 2012

Más allá del principio de placer. Segunda parte de cinco.


IV

La cuarta parte de Mas allá... se presenta como una de carácter eminentemente especulativo, como un intento de adentrase en las consecuencias de una idea por curiosidad. Es premisa habitual en el psicoanálisis (que en sus inicios había provocado a sus detractores, pero luego fue aceptada) que la conciencia no era un carácter universal de los procesos anímicos, sino de aquellos que tienen su lugar en lo que Freud llamó sistema Cc. Este último se ubica “en la frontera entre lo exterior y lo interior”[1], lo cual coincide con las hipótesis de la anatomía cerebral que la ubica en la corteza cerebral, que es su estrato más exterior. Pero distingue ambos enfoques: el análisis quizá pueda llegar más lejos, puesto que “la anatomía cerebral no necesita ocuparse de la razón por la cual”[2] esto es así.

Freud contrapone esta conciencia con la huella mnémica. Concebido tempranamente según el modelo de la Bahnung [3], la huella mnémica es concebida como una secuela duradera dejado por algún proceso excitatorio. Así puede concebirse que se conforma la memoria. Pero ocurre que el sistema Cc no conserva las huellas de sus afecciones. Freud realiza la argumentación siguiente.

En el sistema Cc ocurre que, o los procesos que afincan en él son conscientes, o producen huellas mnémicas. Se descarta el caso en que las dos premisas puedan darse a la vez, lo que se argumenta considerando la imposibilidad de tal conjunción, pues esto conduciría necesariamente a un límite a la receptabilidad, ya que no se puede conservar todo en la conciencia. Si la consciencia no olvida (y aceptando ambas hipótesis), entonces se colma y ya no recibe impresiones nuevas. Pero lo que se olvida ya no es “conciente” y por tanto la huella debe ser inconsciente, entonces hay que abandonar alguna de las hipótesis, pues aceptarlas sería aceptar una contradicción, a saber, que algo esa la vez consciente e inconsciente. Supongamos en segundo lugar que ocurriera este segundo caso: el sistema Cc conserva las huellas inconscientes. Pero entonces este sistema no es el lugar de aquellos fenómenos que van acompañados de la conciencia, y por tanto carecería de sentido la postulación de tal instancia hecha en primer término. Y quedaría intacta la cuestión referida al lugar de lo consciente, lo cual debe tener alguno.

Es de este modo que Freud concluye que en el sistema Cc los que tiene su lugar allí deviene consciente, pero no deja huella duradera alguna en ese lugar. Y en apoyo de esta descripción se menciona el hecho de que la localización postulada para este sistema (en coincidencia con la anatomía cerebral) sirve asimismo para dar cierta explicación. Para ello cita la conocida imagen de la vesícula viviente. Este organismo es concebible como una sustancia estimulable cuya superficie, diferenciada, está vuelta hacia el exterior y recibe por tanto los estímulos que provienen de ahí. Esta superficie, por lo tanto, se ha ido modificando por la acción de los estímulos hasta que se formó una corteza, la cual es capaz de seguir recibiendo nuevos estímulos, pero ya no se altera con ello ni dejan ellos su huella. Un postulado ulterior es el de la existencia de una protección antiestímulo de esta vesícula. La parte externa deja de tener la estructura de la materia viva, se vuelve inorgánica, y reduce los estímulos externos a pequeñas fracciones suyas. Esta capa da pierde su vida y como resultado preserva la de la sustancia interior. Subsiste de todas formas la capacidad de tomar muestras del exterior, función que se ejemplifica con los órganos sensoriales.

Una descripción hecha al pasar, donde se alude también de paso a la Estética Trascendental ubica tres peculiaridades de los «procesos anímicos inconscientes», a saber: no se ordenan temporalmente; el tiempo no altera nada en ellos; no puede aportárseles la representación del tiempo. La primera remite a que su orden no es el cronológico, la segunda a su indestructibilidad, la tercera parece menos clara según el contexto, creo, y tal vez sea un poco más filosófica.



Retomando luego el “estrato cortical sensitivo” de la vesícula viviente, el sistema P-Cc, menciona el hecho de que no sólo recibe estímulos externos, también de adentro recibe cantidades de excitación. Pero sucede que la protección antiestímulo es aplicable sólo a lo externo, no a lo que viene del interior, si bien las cualidades que de allí provienen son más adecuadas al funcionamiento del aparato. Pero esto determina: 1) la prevalencia de sensaciones de placer y displacer, que es un indicio por lo demás de la procedencia interna, por sobre los estímulos externos y 2) cierta orientación de la conducta respecto de las “excitaciones internas” displacenteras en virtud de la cual se las trata como si fuesen externas, i.e., se les intenta aplicar el medio defensivo antiestímulo. Este es, dice, el origen de la proyección. (tal vez el punto 1 pueda decirse simplemente que se refiere a la prevalencia de lo interno respeto de lo externo debido a la inexistencia de protección antiestímulo “hacia adentro”).

Son excitaciones tramáticas (define Freud) las que poseen fuerzas suficientes paraperforar la protección antiestímulo. El trauma produce, en un primer momento, la abolición del principio de placer, en el cual la tarea es dominar dicho estímulo, bajar los volúmenes de excitación.

El dolor corporal es con probabilidad la perforación de la protección antiestímulo en un punto circunscripto, de la cual afluirán por tanto excitaciones continuas, tal como lo hacen las internas. ¿Cuál es la reacción del aparato? Moviliza energía para generar en torno al punto de intrusión una «contrainvestidura» de nivel correspondiente, la cual empobrece los otros sistemas psíquicos, y que produce una parálisis o un rebajamiento psíquico. Se infiere, dice, de esto, que un sistema de elevada investidura es capaz de recibir nuevos aportes de energía y transmutarlos en energía «ligada». Cuanto más alta su energía ligada propia, más alta la fuerza ligadora del aparato. Con respecto a la energía «ligada» y «no ligada», se había hecho mención al diferencias el sistema Cc, el cual no tendría energía ligada sino sólo «libremente móvil», de modo que la huella es la ligadura misma (Esta diferencia, por otra parte, es atribuída a Breuer.). De este modo se explica Freud el aspecto parlizante del dolor, lo que no ocurriría si de explicaran las cantidades de la contrainvestidura como simples transferencias desde la fuerza externa que ocupó el punto de donde emerge el dolor.

Luego de estas descripciones teóricas, se concibe la neurosis traumática común como “el resultado de una vasta ruptura de la protección antiestímulo”[5]. Y vuelve al tema del «terror», respecto del cual dice que tiene por condición la “falta de apronte angustiado”, lo que significa la sobreinvestidura de los sistemas que reciben el estímulo. Al faltar esta, entonces, los sistemas no están en condiciones de ligar los volúmenes ingresados al aparato en el trauma, y de las consecuencias que tiene. Concluye entonces que el «apronte angustiado» es, por la investidura de los sistemas receptivos que conlleva “la última trinchera de la protección antiestímulo” y también que los sueños de las neurosis traumáticas, que no sirven al principio de placer, procuran “un desarrollo de angustia cuya omisión causó la neurosis traumática”[6]. Y menciona, además, junto a estos sueños, aquellos otros que se presentan en un psicoanálisis que devuelven el recuerdo de los traumas infantiles como relativas ambos a la compulsión de repetición, basado en este último caso “en el deseo (promovido por la sugestión) de convocar lo olvidado, lo reprimido” [7].



Notas
1 Freud, O.C., Tomo 17, Amorortu, p.24
2 Ibíd.
3 Cf. el Proyecto de psicología de Freud.
4 Freud, O.C., Tomo 17, Amorortu, p.25
5 Ibíd., p.31.
6 Ibíd.
7 Ibíd., p.32

sábado, 13 de octubre de 2012

El Más allá del principio del placer. Primera parte de cinco.


Freud publicó Más allá del principio del placer (en alemán Jenseits des Lustprinzips) en 1920, y tres años más tarde apareció una versión traducida al castellano. El ensayo se refiere con cierta extensión a los conceptos de «compulsión de repetición» y «pulsión de muerte» y por tanto ha sido considerado de gran importancia para el estudio de la teoría psicoanalítica.

I

En muchas formulaciones teóricas de Freud encontramos el concepto de principio de placer como regulador del aparato anímico, cuyo funcionamiento era concebido como una búsqueda de placer, el cual por su parte se definía como la tendencia a la disminución de la cantidad de energía en el interior del aparato, su descarga (mientras que el displacer su aumento). Freud remarca que este principio fue adoptado en la teoría en calidad de supuesto.

Es en cierta medida una novedad de este escrito el afirmar la incorrección de la concepción que atribuye imperio irrestricto al principio de placer sobre “los decursos anímicos”. Afirma Freud: “Si así fuera, la abrumadora mayoría de nuestros procesos anímicos tendría ir acompañada de placer o llevar a él y la experiencia más universal refuta enérgicamente esta conclusión”[1]. Existe, sin duda, la tendencia la placer, pero que su imperio no es cabal.

Se citan en la primer parte algunas “circunstancias” que impiden que dicho principio prevalezca. La primera tiene “el carácter de una ley”, y es explicado como el hecho de que una aparato funcionando de ese modo no podría subsistir y por ende las pulsiones de autoconservación imponen lo que llamó principio de realidad. Éste no es que diste mucho del otro, pues básicamente lo define como el rodeo que implica para el aparato tomar en cuenta su medio externo, para llegar a los mismos fines. Sobre esto pude referirse el lector al Proyecto de psicología, obra póstuma donde se desarrolla esta serie de presupuestos, y también a otros escritos, ejemplo de los cuales son el capítulo VII de la Interpretación de los sueños y Sobre los dos principio del acaecer psíquico.

Otra “fuente de displacer” “surge de los conflictos y escisiones producidos en el aparato anímico”. Algunas pulsiones (o partes suyas) resultan inconciliables con otras y son por ello segregadas de la “unidad abarcadora del yo” mediante represión. En virtud de esto, las “pulsiones reprimidas”[2] quedan en estadios inferiores al desarrollo psíquico del resto, y si llegan a alcanzar en tales circunstancias alguna satisfacción, resultará para el yo una satisfacción displacentera. Al comentar este pasaje, cinco años más tarde, dice Freud que lo esencial es que placer y displacer están ligados al yo como sensaciones conscientes.

También se mencionan otra dos fuentes en este apartado; la “percepción del esfuerzo de pulsiones insatisfechas” y una percepción penosa en sí por provocar expectativas displacenteras por ser tomada por un peligro.

Todas estas fuentes ya habían sido mencionadas por el autor en escritos previos, y en este que comentamos ahora, dice que ellas no representan un reparo para el principio en cuestión.

II

Otro hecho que resulta inconciliable con el principio de placer es el de las «neurosis traumáticas». Para la fecha en que se escribió Más allá …, la primera guerra era un episodio cercano, y con ella se habían producido numerosos casos de este padecimiento. Y si bien existía la costumbre de atribuirla al deterioro orgánico en el aparato nervioso a causa de la violencia mecánica del 'trauma', esto no era ya sostenible para Freud, quien la compara con la histeria.

Parece, dice, que “el centro de gravedad de la causación” está en el factor sorpresa; y además un daño físico contrarrestra muchas veces la producción de neurosis (menciono aquí, entre paréntesis, lo que se dice más adelante respecto de este punto: la violencia mecánica, fuente de excitación sexual, liberaría un quantum de ésta y la herida física ligaría por sobreinvestidura cantidades excedentes en el órgano dolido, factores que incidirían en este efecto 'incomprensible' −en virtud de la noción que, véase acá, concibe a la angustia como la última trinchera de la defensa− , que es puesto en relación con el hecho de que afecciones como la melancolía o la dementia praecox pueden ser temporalmente canceladas por una enfermedad orgánica intercurrente). Viene entonces la clásica diferenciación esquemática entre terror, miedo y angustia, según la cual ésta última es una estado de expectativa y preparación de un peligro, aunque no se lo conozca, el miedo requiere de un objeto determinado y el terror involucra un factor sorpresa en virtud del cual no hay preparación ante el peligro. La angustia, dice, protege contra el terror y también la neurosis traumática.

En estas últimas, la vida onírica se caracteriza por retrotraer una y otra vez al enfermo a la situación en que sobrevino el trauma “de la cual despierta con renovado terror”. Esto debiera asombrar, dice, pues si el sueño es realización de deseos (según la célebre tesis de Die Traumdeutung), no es razonable que atormenten al soñante quien, por otra parte, en estado de vigilia no frecuenta esas reminiscencias.

Es en este segundo apartado donde figura el también célebre «fort-da» es decir, el comentario sobre un juego infantil que no era otra cosa que jugar a arrojar un carretel pronunciando “o-o-o” por parte de un niño, interpretado como «fort», se fue, juego que en ocasiones era acompañado de un «Da», acá está. Este juego involucraba juguetes, pero también jugaba, por ejemplo, con su propia imagen reflejada en un espejo a que desaparecía y aparecía. El juego en su conjunto recibió la interpretación de que se entramaba con la renuncia pulsional involucrada en el hecho de tener que admitir que su madre se vaya. Este juego, así como los sueños de las neurosis traumáticas, no parecen conciliables con el principio de placer. ¿Por qué se satisface con algo que en principio parece displacentero para el niño, es decir, que se vaya la madre? Podría ser entonces que con este juego lo que se satisfaga sea una venganza de su madre, como si le dijera, echándola “¡Andate! ¡No te necesito!”, sólo que dirigido ahora a sus objetos y a su propia imagen.


III

En 1920 habían pasado ya 25 años desde la invención del psicoanálisis, y en el transcurso de ese tiempo, las “metas inmediatas de la técnica” fueron cambiando. Al principio, “el psicoanálisis era sobre todo un arte de interpretación”[3]. El analista le decía, en el momento oportuno, lo inconsciente oculto para el enfermo. Como esto no solucionaba la cuestión terapéutica, entonces surgió el propósito de que el enfermo corrobore la construcción mediante su recuerdo. Con este cambio, el centro de gravedad pasó a ser las resistencias, y el arte entonces fue descubrirlas, mostrárselas y moverlo a que las resignase “por medio de la influencia humana”[4]. Pero con esto tampoco se llegaba a “hacer consciente lo inconsciente” (recordar lo reprimido). Puede ser que no recuerde para nada lo reprimido, pero en tal caso lo que hace es repetirlo.

Según es sabido, esta «compulsión de repetición» vuelve a traer, reactualiza, lo infantil, el complejo de Edipo, en la transferencia que se establece entre el analista y paciente. Freud utiliza la expresión neurosis de transferencia para aludir al hecho de haberse llegado hasta tal punto. Y aclara que la resistencia no corre por cuenta de lo inconsciente sino de los estratos superiores de la vida anímica, aquellos que desencadenaron la represión. Introduce entonces la célebre revisión tópica en virtud de la cual se contraponen el yo y lo reprimido en lugar de lo consciente y lo inconsciente.

La resistencia, que tiene asiento en el yo, sirve al principio de placer. Quiere evitar la “liberación de lo reprimido”, pues eso sería displacentero. La compulsión de repetición, en cambio, “devuelve también vivencias pasadas que no contienen posibilidad alguna de placer, que tampoco en aquel momento pudieron ser satisfacciones, ni siquiera de las mociones pulsionales reprimidas entonces”[5].

Se dan entonces algunos ejemplos. Un daño en el sentimiento de sí puede ser la secuela de la périda de amor y el fracaso propias del sepultamiento del complejo de Edipo. La queja “nada me sale bien” puede resultar del fracaso en la investigación sexual de la infancia. Al parecer, los neuróticos tienen gran habilidad en reanimar tales situaciones afectivas en la transferencia: “se afanan por interrumpir la cura incompleta, saben procurarse de nuevo la impresión del desaire, fuerzan al médico a dirigirles palabras duras y a conducirse fríamente hacia ellos, hallan los objetos apropiados para sus celos, sustituyen al hijo tan deseado del tiempo primordial por el designio o la promesa de un gran regalo”[6].

Este tipo de cosas se encuentra también fuera del análisis. Individuos en quienes toda relación humana termina siempre igual: benefactores cuyos protegidos terminan siéndoles ingratos, hombres que siempre terminan siendo traicionados por sus amigos, otros que buscan elevar a alguna persona para después destronarla y reemplazarla por otra, o que recorren en sus relaciones amorosas las mismas fases y el mismo final.

Son estas cosas las que llevan a Freud a decir que realmente existe una compulsión a la repetición más allá del principio de placer, la cual se enlaza íntimamente con una “satisfacción pulsional placentera directa”[7].

La compulsión de repetición, que se pretendía poner al servicio de la cura, es ganada por “el bando del yo” quien la usa en la resistencia.
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1 Freud, O.C., Tomo 17, AE., p. 9
2 Si bien suele decirse que lo que se reprime es el significante o las representaciones, de este modo se expresa Freud en este texto. Tal vez algunos prefieran leer algo así como “la representación ligada a la pulsión” cuando se conjuga el verbo reprimir.
3 Ibíd., p. 18.
4 Ibíd.
5 Ibíd., p. 20.
6 Ibíd., p. 21.
7 Ibíd., p. 22.