V
Comienza
la quinta parte de este ensayo con el tema de las excitaciones de
fuente interna y la importancia económica que adquieren por no haber
protección “hacia adentro” (o bien, como ya había dicho, por
usar con respecto a las mismas la protección como si fueran
externas). Para llamarlas por su nombre, digamos que a tales fuentes
Freud da el nombre de «pulsiones»,
Trieb en alemán (que
en traducciones como las de López Ballesteros se designan como
instintos; lo que
luego fue muy criticado por lo equívocos −de todas maneras
inevitables por cierto, creo yo− que eso permitió). Estas
pulsiones son, dice luego, “los representantes de todas las fuerzas
eficaces que provienen del interior del cuerpo y se transfieren al
aparato”[1], y agrega el supuesto de que las mismas (lo los
procesos que de ellas parten) obedecen al tipo no ligado de proceso
nervioso, que fue estudiado detenidamente en Die
Traumdeutung y que dió el
nombre de proceso psíquico primario.
La diferencia entre éste y su contraparte, el secundario,
es identificada con la que media entre procesos de investidura libre
y ligada. Cabe notar que con anterioridad el principio de placer era
concebido como el funcionamiento primario del aparato, relevado por
el principio de realidad, pero en esta ocasión el imperio
irrestricto del principio del principio de placer es resultado de un
cierto trabajo de ligadura independiente al principio que se había
supuesto inicial.
Retoma
entonces el tema del juego infantil, donde la repetición de la
vivencia displacentera resulta en un dominio sobre la impresión que
produjo, y señala un aspecto de éste: el niño se mostrará
inflexible exigiendo la identidad de la impresión, rasgo de carácter
llamado a desaparecer más tarde, según afirma. A diferencia el
adulto que ya no ríe del mismo modo la segunda vez que escucha un
chiste que la primera (lo que parecería permitir el supuesto de que
la novedad sea condición de goce) el niño querrá escuchar la misma
historia, jugar el mismo juego buscando esta identidad. Freud ya
había hablado de esta identidad, el reencuentro de la identidad, y
aquí repite que no contradice el principio de placer. Pero agrega
“en el analizado resulta claro que su compulsión a repetir en la
transferencia los episodios del período infantil de su vida se
sitúa, en todos los
sentidos, más allá del principio de placer”[2]. Con lo cual
notamos, o podemos conjeturar, que es teniendo en mente esta
dificultad de la transferencia que esta teoría fue concebida, lo
cual la vuelve un poco más inteligible. Se hace una indicación
metapsicológica de paso, i.e., que las huellas mnémicas de la
infancia no subsisten en el aparato de modo ligado. Pero pasa a
preguntarse sobre el vínculo entre la repetición y lo pulsional y
arroja una fórmula como esta: “una pulsión sería
entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducir un
estado anterior”[3].
La
pulsión resulta por ello conservadora
y no progresista o desarrollista. Hipótesis que se toma de base para
la argumentación posterior, luego de una advertencia al lector. La
primer consecuencia de ella es que todo el desarrollo corre por
cuenta de los influjos externos, que adjetiva a su vez de
perturbadores y desviantes. Sólo es una apariencia engañosa la que
lleva a ver en las pulsiones fuerzas que tengan que ver con el
cambio, con el progreso, pues su meta es alcanzar lo inorgánico, que
le precedió. Los 'fenómenos vitales' tal vez sean la retención que
las pulsiones conservadoras hacen de aquellos rodeos que el mundo le
imponía en su momento para alcanzar esta meta. Así, del primer al
segundo momento, la pulsión incorpora lo perturbador, lo que
desviaba respecto de su meta, para ocupar justamente ese lugar; más
adelante dice que su papel es “conservar la alteración impuesta”
(hecho por otra parte que se corrobora en diversos ámbitos de la
cultura por cierto). Se vuelven sus peculiaridades propias de un modo
un tanto paradójico: “el organismo sólo quiere morir a su manera,
también estos guardianes de la vida fueron orignariamente
alabarderos de la muerte”[4]. Estas son la pulsiones de
autoconservación, que lucha contra la influencia de las fuerzas que
lo ayudarían a dar con su meta por un circuito más corto, una
conducta que Freud distingue de aquella que llamamos inteligente.
En
lo que sigue se refiere a las otras (la restricción de la
hipótesis), las pulsiones sexuales. En el interior del ser vivo
encontramos ciertas células que, a diferencia del resto del
organismo, no lo acompañan a la muerte natural, apartándose de él,
con lo que se les adscribe una inmortalidad potencial. Estas
pulsiones, por tanto, sobreviven al individuo y bregan por el
encuentro de dichas células con otras germinales diferenciadas.
Estas pulsiones son más coservadoras todavía: son resistentes a la
injerencia externa y conservan la vida por lapsos más largos; pese a
que −agrega en 1923− son lo único que desde adentro puede
concebirse como tendiente al progreso. Entre estas, las sexuales, y
las otras, de muerte, hay una oposición. Y la vida es un ritmo
“titubeante”: unas pulsiones se lanzan hacia la meta, luego las
otras vuelven hacia atrás, prolongándola.
El
resultado de esto es la cancelación del supuesto de una pulsión de
perfeccionamiento, calificada de consoladora ilusión. El
perfeccionamiento es obra, luego, de la represión antes que las
pulsiones las cuales, reprimidas, hallarán toda satisfacción
(sustitutiva, reactiva, sublimada) insuficiente. Este camino “hacia
atrás” hacia una satisfacción plena está impedida por la
represión y por ello se busca avanzar por los caminos posibles,
dando la apariencia de una pulsión de perfeccionamiento.
1
Freud, Más allá...,
A.E., p 34
2
Ibíd., p36
3
Ibíd.
4
Ibíd. p 39
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