sábado, 17 de noviembre de 2012

Más allá del principio de placer. Tercera parte de cinco.

 (ir a la primera parte)
(ir a la segunda parte)

V

Comienza la quinta parte de este ensayo con el tema de las excitaciones de fuente interna y la importancia económica que adquieren por no haber protección “hacia adentro” (o bien, como ya había dicho, por usar con respecto a las mismas la protección como si fueran externas). Para llamarlas por su nombre, digamos que a tales fuentes Freud da el nombre de «pulsiones», Trieb en alemán (que en traducciones como las de López Ballesteros se designan como instintos; lo que luego fue muy criticado por lo equívocos −de todas maneras inevitables por cierto, creo yo− que eso permitió). Estas pulsiones son, dice luego, “los representantes de todas las fuerzas eficaces que provienen del interior del cuerpo y se transfieren al aparato”[1], y agrega el supuesto de que las mismas (lo los procesos que de ellas parten) obedecen al tipo no ligado de proceso nervioso, que fue estudiado detenidamente en Die Traumdeutung y que dió el nombre de proceso psíquico primario. La diferencia entre éste y su contraparte, el secundario, es identificada con la que media entre procesos de investidura libre y ligada. Cabe notar que con anterioridad el principio de placer era concebido como el funcionamiento primario del aparato, relevado por el principio de realidad, pero en esta ocasión el imperio irrestricto del principio del principio de placer es resultado de un cierto trabajo de ligadura independiente al principio que se había supuesto inicial.

Retoma entonces el tema del juego infantil, donde la repetición de la vivencia displacentera resulta en un dominio sobre la impresión que produjo, y señala un aspecto de éste: el niño se mostrará inflexible exigiendo la identidad de la impresión, rasgo de carácter llamado a desaparecer más tarde, según afirma. A diferencia el adulto que ya no ríe del mismo modo la segunda vez que escucha un chiste que la primera (lo que parecería permitir el supuesto de que la novedad sea condición de goce) el niño querrá escuchar la misma historia, jugar el mismo juego buscando esta identidad. Freud ya había hablado de esta identidad, el reencuentro de la identidad, y aquí repite que no contradice el principio de placer. Pero agrega “en el analizado resulta claro que su compulsión a repetir en la transferencia los episodios del período infantil de su vida se sitúa, en todos los sentidos, más allá del principio de placer”[2]. Con lo cual notamos, o podemos conjeturar, que es teniendo en mente esta dificultad de la transferencia que esta teoría fue concebida, lo cual la vuelve un poco más inteligible. Se hace una indicación metapsicológica de paso, i.e., que las huellas mnémicas de la infancia no subsisten en el aparato de modo ligado. Pero pasa a preguntarse sobre el vínculo entre la repetición y lo pulsional y arroja una fórmula como esta: “una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducir un estado anterior”[3].

La pulsión resulta por ello conservadora y no progresista o desarrollista. Hipótesis que se toma de base para la argumentación posterior, luego de una advertencia al lector. La primer consecuencia de ella es que todo el desarrollo corre por cuenta de los influjos externos, que adjetiva a su vez de perturbadores y desviantes. Sólo es una apariencia engañosa la que lleva a ver en las pulsiones fuerzas que tengan que ver con el cambio, con el progreso, pues su meta es alcanzar lo inorgánico, que le precedió. Los 'fenómenos vitales' tal vez sean la retención que las pulsiones conservadoras hacen de aquellos rodeos que el mundo le imponía en su momento para alcanzar esta meta. Así, del primer al segundo momento, la pulsión incorpora lo perturbador, lo que desviaba respecto de su meta, para ocupar justamente ese lugar; más adelante dice que su papel es “conservar la alteración impuesta” (hecho por otra parte que se corrobora en diversos ámbitos de la cultura por cierto). Se vuelven sus peculiaridades propias de un modo un tanto paradójico: “el organismo sólo quiere morir a su manera, también estos guardianes de la vida fueron orignariamente alabarderos de la muerte”[4]. Estas son la pulsiones de autoconservación, que lucha contra la influencia de las fuerzas que lo ayudarían a dar con su meta por un circuito más corto, una conducta que Freud distingue de aquella que llamamos inteligente.

En lo que sigue se refiere a las otras (la restricción de la hipótesis), las pulsiones sexuales. En el interior del ser vivo encontramos ciertas células que, a diferencia del resto del organismo, no lo acompañan a la muerte natural, apartándose de él, con lo que se les adscribe una inmortalidad potencial. Estas pulsiones, por tanto, sobreviven al individuo y bregan por el encuentro de dichas células con otras germinales diferenciadas. Estas pulsiones son más coservadoras todavía: son resistentes a la injerencia externa y conservan la vida por lapsos más largos; pese a que −agrega en 1923− son lo único que desde adentro puede concebirse como tendiente al progreso. Entre estas, las sexuales, y las otras, de muerte, hay una oposición. Y la vida es un ritmo “titubeante”: unas pulsiones se lanzan hacia la meta, luego las otras vuelven hacia atrás, prolongándola.

El resultado de esto es la cancelación del supuesto de una pulsión de perfeccionamiento, calificada de consoladora ilusión. El perfeccionamiento es obra, luego, de la represión antes que las pulsiones las cuales, reprimidas, hallarán toda satisfacción (sustitutiva, reactiva, sublimada) insuficiente. Este camino “hacia atrás” hacia una satisfacción plena está impedida por la represión y por ello se busca avanzar por los caminos posibles, dando la apariencia de una pulsión de perfeccionamiento.

(leer la cuarta parte)


1 Freud, Más allá..., A.E., p 34
2 Ibíd., p36
3 Ibíd.
4 Ibíd. p 39

No hay comentarios:

Publicar un comentario