domingo, 21 de octubre de 2012

Más allá del principio de placer. Segunda parte de cinco.


IV

La cuarta parte de Mas allá... se presenta como una de carácter eminentemente especulativo, como un intento de adentrase en las consecuencias de una idea por curiosidad. Es premisa habitual en el psicoanálisis (que en sus inicios había provocado a sus detractores, pero luego fue aceptada) que la conciencia no era un carácter universal de los procesos anímicos, sino de aquellos que tienen su lugar en lo que Freud llamó sistema Cc. Este último se ubica “en la frontera entre lo exterior y lo interior”[1], lo cual coincide con las hipótesis de la anatomía cerebral que la ubica en la corteza cerebral, que es su estrato más exterior. Pero distingue ambos enfoques: el análisis quizá pueda llegar más lejos, puesto que “la anatomía cerebral no necesita ocuparse de la razón por la cual”[2] esto es así.

Freud contrapone esta conciencia con la huella mnémica. Concebido tempranamente según el modelo de la Bahnung [3], la huella mnémica es concebida como una secuela duradera dejado por algún proceso excitatorio. Así puede concebirse que se conforma la memoria. Pero ocurre que el sistema Cc no conserva las huellas de sus afecciones. Freud realiza la argumentación siguiente.

En el sistema Cc ocurre que, o los procesos que afincan en él son conscientes, o producen huellas mnémicas. Se descarta el caso en que las dos premisas puedan darse a la vez, lo que se argumenta considerando la imposibilidad de tal conjunción, pues esto conduciría necesariamente a un límite a la receptabilidad, ya que no se puede conservar todo en la conciencia. Si la consciencia no olvida (y aceptando ambas hipótesis), entonces se colma y ya no recibe impresiones nuevas. Pero lo que se olvida ya no es “conciente” y por tanto la huella debe ser inconsciente, entonces hay que abandonar alguna de las hipótesis, pues aceptarlas sería aceptar una contradicción, a saber, que algo esa la vez consciente e inconsciente. Supongamos en segundo lugar que ocurriera este segundo caso: el sistema Cc conserva las huellas inconscientes. Pero entonces este sistema no es el lugar de aquellos fenómenos que van acompañados de la conciencia, y por tanto carecería de sentido la postulación de tal instancia hecha en primer término. Y quedaría intacta la cuestión referida al lugar de lo consciente, lo cual debe tener alguno.

Es de este modo que Freud concluye que en el sistema Cc los que tiene su lugar allí deviene consciente, pero no deja huella duradera alguna en ese lugar. Y en apoyo de esta descripción se menciona el hecho de que la localización postulada para este sistema (en coincidencia con la anatomía cerebral) sirve asimismo para dar cierta explicación. Para ello cita la conocida imagen de la vesícula viviente. Este organismo es concebible como una sustancia estimulable cuya superficie, diferenciada, está vuelta hacia el exterior y recibe por tanto los estímulos que provienen de ahí. Esta superficie, por lo tanto, se ha ido modificando por la acción de los estímulos hasta que se formó una corteza, la cual es capaz de seguir recibiendo nuevos estímulos, pero ya no se altera con ello ni dejan ellos su huella. Un postulado ulterior es el de la existencia de una protección antiestímulo de esta vesícula. La parte externa deja de tener la estructura de la materia viva, se vuelve inorgánica, y reduce los estímulos externos a pequeñas fracciones suyas. Esta capa da pierde su vida y como resultado preserva la de la sustancia interior. Subsiste de todas formas la capacidad de tomar muestras del exterior, función que se ejemplifica con los órganos sensoriales.

Una descripción hecha al pasar, donde se alude también de paso a la Estética Trascendental ubica tres peculiaridades de los «procesos anímicos inconscientes», a saber: no se ordenan temporalmente; el tiempo no altera nada en ellos; no puede aportárseles la representación del tiempo. La primera remite a que su orden no es el cronológico, la segunda a su indestructibilidad, la tercera parece menos clara según el contexto, creo, y tal vez sea un poco más filosófica.



Retomando luego el “estrato cortical sensitivo” de la vesícula viviente, el sistema P-Cc, menciona el hecho de que no sólo recibe estímulos externos, también de adentro recibe cantidades de excitación. Pero sucede que la protección antiestímulo es aplicable sólo a lo externo, no a lo que viene del interior, si bien las cualidades que de allí provienen son más adecuadas al funcionamiento del aparato. Pero esto determina: 1) la prevalencia de sensaciones de placer y displacer, que es un indicio por lo demás de la procedencia interna, por sobre los estímulos externos y 2) cierta orientación de la conducta respecto de las “excitaciones internas” displacenteras en virtud de la cual se las trata como si fuesen externas, i.e., se les intenta aplicar el medio defensivo antiestímulo. Este es, dice, el origen de la proyección. (tal vez el punto 1 pueda decirse simplemente que se refiere a la prevalencia de lo interno respeto de lo externo debido a la inexistencia de protección antiestímulo “hacia adentro”).

Son excitaciones tramáticas (define Freud) las que poseen fuerzas suficientes paraperforar la protección antiestímulo. El trauma produce, en un primer momento, la abolición del principio de placer, en el cual la tarea es dominar dicho estímulo, bajar los volúmenes de excitación.

El dolor corporal es con probabilidad la perforación de la protección antiestímulo en un punto circunscripto, de la cual afluirán por tanto excitaciones continuas, tal como lo hacen las internas. ¿Cuál es la reacción del aparato? Moviliza energía para generar en torno al punto de intrusión una «contrainvestidura» de nivel correspondiente, la cual empobrece los otros sistemas psíquicos, y que produce una parálisis o un rebajamiento psíquico. Se infiere, dice, de esto, que un sistema de elevada investidura es capaz de recibir nuevos aportes de energía y transmutarlos en energía «ligada». Cuanto más alta su energía ligada propia, más alta la fuerza ligadora del aparato. Con respecto a la energía «ligada» y «no ligada», se había hecho mención al diferencias el sistema Cc, el cual no tendría energía ligada sino sólo «libremente móvil», de modo que la huella es la ligadura misma (Esta diferencia, por otra parte, es atribuída a Breuer.). De este modo se explica Freud el aspecto parlizante del dolor, lo que no ocurriría si de explicaran las cantidades de la contrainvestidura como simples transferencias desde la fuerza externa que ocupó el punto de donde emerge el dolor.

Luego de estas descripciones teóricas, se concibe la neurosis traumática común como “el resultado de una vasta ruptura de la protección antiestímulo”[5]. Y vuelve al tema del «terror», respecto del cual dice que tiene por condición la “falta de apronte angustiado”, lo que significa la sobreinvestidura de los sistemas que reciben el estímulo. Al faltar esta, entonces, los sistemas no están en condiciones de ligar los volúmenes ingresados al aparato en el trauma, y de las consecuencias que tiene. Concluye entonces que el «apronte angustiado» es, por la investidura de los sistemas receptivos que conlleva “la última trinchera de la protección antiestímulo” y también que los sueños de las neurosis traumáticas, que no sirven al principio de placer, procuran “un desarrollo de angustia cuya omisión causó la neurosis traumática”[6]. Y menciona, además, junto a estos sueños, aquellos otros que se presentan en un psicoanálisis que devuelven el recuerdo de los traumas infantiles como relativas ambos a la compulsión de repetición, basado en este último caso “en el deseo (promovido por la sugestión) de convocar lo olvidado, lo reprimido” [7].



Notas
1 Freud, O.C., Tomo 17, Amorortu, p.24
2 Ibíd.
3 Cf. el Proyecto de psicología de Freud.
4 Freud, O.C., Tomo 17, Amorortu, p.25
5 Ibíd., p.31.
6 Ibíd.
7 Ibíd., p.32

sábado, 13 de octubre de 2012

El Más allá del principio del placer. Primera parte de cinco.


Freud publicó Más allá del principio del placer (en alemán Jenseits des Lustprinzips) en 1920, y tres años más tarde apareció una versión traducida al castellano. El ensayo se refiere con cierta extensión a los conceptos de «compulsión de repetición» y «pulsión de muerte» y por tanto ha sido considerado de gran importancia para el estudio de la teoría psicoanalítica.

I

En muchas formulaciones teóricas de Freud encontramos el concepto de principio de placer como regulador del aparato anímico, cuyo funcionamiento era concebido como una búsqueda de placer, el cual por su parte se definía como la tendencia a la disminución de la cantidad de energía en el interior del aparato, su descarga (mientras que el displacer su aumento). Freud remarca que este principio fue adoptado en la teoría en calidad de supuesto.

Es en cierta medida una novedad de este escrito el afirmar la incorrección de la concepción que atribuye imperio irrestricto al principio de placer sobre “los decursos anímicos”. Afirma Freud: “Si así fuera, la abrumadora mayoría de nuestros procesos anímicos tendría ir acompañada de placer o llevar a él y la experiencia más universal refuta enérgicamente esta conclusión”[1]. Existe, sin duda, la tendencia la placer, pero que su imperio no es cabal.

Se citan en la primer parte algunas “circunstancias” que impiden que dicho principio prevalezca. La primera tiene “el carácter de una ley”, y es explicado como el hecho de que una aparato funcionando de ese modo no podría subsistir y por ende las pulsiones de autoconservación imponen lo que llamó principio de realidad. Éste no es que diste mucho del otro, pues básicamente lo define como el rodeo que implica para el aparato tomar en cuenta su medio externo, para llegar a los mismos fines. Sobre esto pude referirse el lector al Proyecto de psicología, obra póstuma donde se desarrolla esta serie de presupuestos, y también a otros escritos, ejemplo de los cuales son el capítulo VII de la Interpretación de los sueños y Sobre los dos principio del acaecer psíquico.

Otra “fuente de displacer” “surge de los conflictos y escisiones producidos en el aparato anímico”. Algunas pulsiones (o partes suyas) resultan inconciliables con otras y son por ello segregadas de la “unidad abarcadora del yo” mediante represión. En virtud de esto, las “pulsiones reprimidas”[2] quedan en estadios inferiores al desarrollo psíquico del resto, y si llegan a alcanzar en tales circunstancias alguna satisfacción, resultará para el yo una satisfacción displacentera. Al comentar este pasaje, cinco años más tarde, dice Freud que lo esencial es que placer y displacer están ligados al yo como sensaciones conscientes.

También se mencionan otra dos fuentes en este apartado; la “percepción del esfuerzo de pulsiones insatisfechas” y una percepción penosa en sí por provocar expectativas displacenteras por ser tomada por un peligro.

Todas estas fuentes ya habían sido mencionadas por el autor en escritos previos, y en este que comentamos ahora, dice que ellas no representan un reparo para el principio en cuestión.

II

Otro hecho que resulta inconciliable con el principio de placer es el de las «neurosis traumáticas». Para la fecha en que se escribió Más allá …, la primera guerra era un episodio cercano, y con ella se habían producido numerosos casos de este padecimiento. Y si bien existía la costumbre de atribuirla al deterioro orgánico en el aparato nervioso a causa de la violencia mecánica del 'trauma', esto no era ya sostenible para Freud, quien la compara con la histeria.

Parece, dice, que “el centro de gravedad de la causación” está en el factor sorpresa; y además un daño físico contrarrestra muchas veces la producción de neurosis (menciono aquí, entre paréntesis, lo que se dice más adelante respecto de este punto: la violencia mecánica, fuente de excitación sexual, liberaría un quantum de ésta y la herida física ligaría por sobreinvestidura cantidades excedentes en el órgano dolido, factores que incidirían en este efecto 'incomprensible' −en virtud de la noción que, véase acá, concibe a la angustia como la última trinchera de la defensa− , que es puesto en relación con el hecho de que afecciones como la melancolía o la dementia praecox pueden ser temporalmente canceladas por una enfermedad orgánica intercurrente). Viene entonces la clásica diferenciación esquemática entre terror, miedo y angustia, según la cual ésta última es una estado de expectativa y preparación de un peligro, aunque no se lo conozca, el miedo requiere de un objeto determinado y el terror involucra un factor sorpresa en virtud del cual no hay preparación ante el peligro. La angustia, dice, protege contra el terror y también la neurosis traumática.

En estas últimas, la vida onírica se caracteriza por retrotraer una y otra vez al enfermo a la situación en que sobrevino el trauma “de la cual despierta con renovado terror”. Esto debiera asombrar, dice, pues si el sueño es realización de deseos (según la célebre tesis de Die Traumdeutung), no es razonable que atormenten al soñante quien, por otra parte, en estado de vigilia no frecuenta esas reminiscencias.

Es en este segundo apartado donde figura el también célebre «fort-da» es decir, el comentario sobre un juego infantil que no era otra cosa que jugar a arrojar un carretel pronunciando “o-o-o” por parte de un niño, interpretado como «fort», se fue, juego que en ocasiones era acompañado de un «Da», acá está. Este juego involucraba juguetes, pero también jugaba, por ejemplo, con su propia imagen reflejada en un espejo a que desaparecía y aparecía. El juego en su conjunto recibió la interpretación de que se entramaba con la renuncia pulsional involucrada en el hecho de tener que admitir que su madre se vaya. Este juego, así como los sueños de las neurosis traumáticas, no parecen conciliables con el principio de placer. ¿Por qué se satisface con algo que en principio parece displacentero para el niño, es decir, que se vaya la madre? Podría ser entonces que con este juego lo que se satisfaga sea una venganza de su madre, como si le dijera, echándola “¡Andate! ¡No te necesito!”, sólo que dirigido ahora a sus objetos y a su propia imagen.


III

En 1920 habían pasado ya 25 años desde la invención del psicoanálisis, y en el transcurso de ese tiempo, las “metas inmediatas de la técnica” fueron cambiando. Al principio, “el psicoanálisis era sobre todo un arte de interpretación”[3]. El analista le decía, en el momento oportuno, lo inconsciente oculto para el enfermo. Como esto no solucionaba la cuestión terapéutica, entonces surgió el propósito de que el enfermo corrobore la construcción mediante su recuerdo. Con este cambio, el centro de gravedad pasó a ser las resistencias, y el arte entonces fue descubrirlas, mostrárselas y moverlo a que las resignase “por medio de la influencia humana”[4]. Pero con esto tampoco se llegaba a “hacer consciente lo inconsciente” (recordar lo reprimido). Puede ser que no recuerde para nada lo reprimido, pero en tal caso lo que hace es repetirlo.

Según es sabido, esta «compulsión de repetición» vuelve a traer, reactualiza, lo infantil, el complejo de Edipo, en la transferencia que se establece entre el analista y paciente. Freud utiliza la expresión neurosis de transferencia para aludir al hecho de haberse llegado hasta tal punto. Y aclara que la resistencia no corre por cuenta de lo inconsciente sino de los estratos superiores de la vida anímica, aquellos que desencadenaron la represión. Introduce entonces la célebre revisión tópica en virtud de la cual se contraponen el yo y lo reprimido en lugar de lo consciente y lo inconsciente.

La resistencia, que tiene asiento en el yo, sirve al principio de placer. Quiere evitar la “liberación de lo reprimido”, pues eso sería displacentero. La compulsión de repetición, en cambio, “devuelve también vivencias pasadas que no contienen posibilidad alguna de placer, que tampoco en aquel momento pudieron ser satisfacciones, ni siquiera de las mociones pulsionales reprimidas entonces”[5].

Se dan entonces algunos ejemplos. Un daño en el sentimiento de sí puede ser la secuela de la périda de amor y el fracaso propias del sepultamiento del complejo de Edipo. La queja “nada me sale bien” puede resultar del fracaso en la investigación sexual de la infancia. Al parecer, los neuróticos tienen gran habilidad en reanimar tales situaciones afectivas en la transferencia: “se afanan por interrumpir la cura incompleta, saben procurarse de nuevo la impresión del desaire, fuerzan al médico a dirigirles palabras duras y a conducirse fríamente hacia ellos, hallan los objetos apropiados para sus celos, sustituyen al hijo tan deseado del tiempo primordial por el designio o la promesa de un gran regalo”[6].

Este tipo de cosas se encuentra también fuera del análisis. Individuos en quienes toda relación humana termina siempre igual: benefactores cuyos protegidos terminan siéndoles ingratos, hombres que siempre terminan siendo traicionados por sus amigos, otros que buscan elevar a alguna persona para después destronarla y reemplazarla por otra, o que recorren en sus relaciones amorosas las mismas fases y el mismo final.

Son estas cosas las que llevan a Freud a decir que realmente existe una compulsión a la repetición más allá del principio de placer, la cual se enlaza íntimamente con una “satisfacción pulsional placentera directa”[7].

La compulsión de repetición, que se pretendía poner al servicio de la cura, es ganada por “el bando del yo” quien la usa en la resistencia.
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1 Freud, O.C., Tomo 17, AE., p. 9
2 Si bien suele decirse que lo que se reprime es el significante o las representaciones, de este modo se expresa Freud en este texto. Tal vez algunos prefieran leer algo así como “la representación ligada a la pulsión” cuando se conjuga el verbo reprimir.
3 Ibíd., p. 18.
4 Ibíd.
5 Ibíd., p. 20.
6 Ibíd., p. 21.
7 Ibíd., p. 22.

sábado, 6 de octubre de 2012

Tercera persona

Esta clasifición de tres personae es procedente, comenta Émile Benveniste en Estructura de las relaciones de persona en el verbo[1], de la gramática griega, y aún en su época era admitida como «natural e inscripta en el orden de las cosas». Denunia su carácter «sumario y no lingüístico» y fiel a su método busca averiguar «cómo se opone cada persona al conjunto de la demás y en qué principio se funda u oposición».

El punto de partida de un tal análisis son las definiciones de los gramátios árabes. Las personas son, según ellos: «el que habla» (al-mutakallimu), «al que se dirige uno» (al-muhatabu) y «el que está ausente» (al-ya'ibu). Así queda clara la disparidad entre la tercera persona y las restantes. Al hablar alguien, se dirige a un otro. Esto ocurre cada vez y es lo que constituye la primera y segunda persona. La tercera (persona) en cambio, es no-personal y no una persona apta para despersonalizarse; por más que la llamemos (3ª) persona. Se opone a «yo-tu». En una breve enumeración, se citan entonces casos en los que la tercera persona aparece marcada en oposición tanto a la primera y segunda. Por ejemplo, en turco la 3ª persona del singular tiene marca cero, contra 1ª sg. -m y la 2ª -n. En inglés, por otra parte, he aparece como marcada, no siéndolo I, you, we, they. El lector podrá remitirse al texto para ver los ejemplos citados.

Considera tambien la forma de cortesía «majestad» que eleva al interlocutor por encima, precisamente, de la condición de persona y de la relación de hombre a hombre. Usted, contracción de Vuestra Merced, que eleva al interlocutad de tal modo y se conjunga como la tercera persona tal vez sea un ejemplo.

Luego considera otra oposición, la de yo y no yo. O sea no la correlación de persona (así llama la precedente), sino de subjetividad: yo/tu, oposición que «no suprime la realidad humana del diálogo». Así, mientras que la tercera (singular) sería la no-persona, yo la persona subjetiva y tu la persona no-subjetiva.

Al pasar al plural no tiene lugar una correlación directa. Así, por ejemplo, muchas lenguas distinguen en nosotros inclusivo y otros exclusivo. «Nosotros» no es una multiplicación de «yo» sino una yunción de yo y no-yo. Así se dan dos formas: «yo + vosotros», «yo + ellos»[2]. Distingue por otra parte al «nosotros» de las lenguas indoeuropeas donde encuentra un yo «dilatado más allá de la persona estricta». Así explica, por ejemplo, el «nosotros» del autor u orador.
 

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Notas:

1. Cf. Benveniste, E., Problemas de lingüística general I., C. XIII, s.XXI.

2. Según wikipedia, en lengua aimara se ditinguen cuatro personas, donde: primera exclusiva ([+ hablante][- oyente]); primera inclusiva ([+ hablante][+ oyente]) corespondiente a la «cuarta persona»; segunda ([- hablante][+ oyente]) y tercera ([- hablante][- oyente]).


jueves, 4 de octubre de 2012

Delirio apirético de inanición

En la tesis del Dr. Debacker, De las alucinaciones y los pavores nocturnos en la infancia, figura el modo en que, ejemplarmente según Freud*, puede estarse cerca, aunque sin verla, de la comprensión de un caso.

Se trata de un joven de trece años cuyo dormir se volvió intranquilo siendo perturbado por ataques de angustia con alucinaciones. El diablo le había gritado, en un sueño, “¡Ahora te tenemos!” y luego sintió olor a azufre y alquitrán, y que el fuego abrasaba su piel. Al despertar, aterrorizado, tras recuperar la voz, gritaba “No, a mí no, no hice nada”, o bien “Por favor, nunca más lo haré”; o incluso “Albert nunca ha hecho eso”. Luego, dado que “el fuego sólo lo sorprendía estando desnudo”, evitó desvestirse. El paciente fue enviado al campo, donde se recuperó en el transcurso de un año y medio. Tras lo cual, afirmó “No osaba admitirlo, pero continuamente sentía picazones y sobre excitaciones en las partes; al fin eso me exasperaba tanto que varias veces pensé en arrojarme por la ventana del dormitorio”.

Las conclusiones, presentes en la tesis de Debacker, son:

“La influencia de la pubertad puede producir en un muchacho de salud delicada un estado de gran debilidad, que puede llegar a una anemia cerebral elevada; esta anemia cerebral produce una alteración del carácter, alucinaciones demonomaníacas y muy graves estados de angustia nocturna y quizá también diurna; la demonomanía y los autorreproches del muchacho se remontan a las influencias de la educación religiosa que lo afectaron de niño; todos esos síntomas desaparecieron tras una prolongada estadía en el campo, mediante ejercicio físico y la recuperación de las fuerzas subsiguiente a la culminación de la pubertad; quizá puede atribuirse a la herencia y a la antigua sífilis del padre una influencia predisponente sobre la génesis del estado cerebral de su hijo”.

Finalmente: “Hemos ubicado esta observación en el cuadro de los delirios apiréticos de inanición, porque vinculamos este estado particular con la isquemia cerebral”.

La interpretación ‘freudiana’ difiere de la propuesta, si bien seguramente está basada en la misma información.

Ahora bien, semejante diversidad interpretativa ¿responde a qué? ¿Qué permite decir que una acierta y otra no? Dejamos al lector, si es que hay, la tarea de deducir la interpretación cierta.
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*Cf. Freud, S. (1900) Die Traumdeutung, Cap. VII.

lunes, 1 de octubre de 2012

Dos veces el mismo tren

Muchas veces se ha planteado la pregunta de si es o no posible que alguien se bañe en el mismo río más de una vez. A este interrogante, no siempre se la ha dado la misma respuesta. Incluso podría preguntarse también si es posible darle dos veces la misma respuesta.

Ahora bien, para formularla suele resumirse la cuestión diciendo ... dos veces en el mismo río, aunque esto parece una forma de decir otra cosa, a saber, dos veces "río" en sendos momentos. Pero ¿decimos dos veces lo mismo con la palabra río? Pareciera que si presuponemos esto la respuesta que demos al interrogante no podrá ser satisfactoria.

Del mismo modo, podría preguntarse (y de hecho se lo hizo*) si al proferir un orador "Señores, señores" con apreciables diferencias fónicas en distintos momentos está diciendo la misma palabra, más aún siendo que pueden asimismo diferenciarse desde el punto de vista semántico.

Del mismo modo: ¿se usa dos veces la misma palabra cuando se dice "adoptar una moda" o "adoptar un niño"?

La identidad en cuestión es para Saussure la contrapartida de las diferencias en los elementos de la lengua, y compara la cuestión con la del río de Heráclito, pero ejemplificando con un tren (digamos el de las 16) y con una calle demolida y vuelta a construir. La entidad en cuestión, concluye, no es la puramente material. Sin embargo, no se trata tampoco de algo abstracto, separable de esa materia. El tren de las 16 es el que no sale a ninguna otra hora (a menos, claro que el mismo se retrase); la calle mencionada es la que se distingue, igualmente que antes, de todas las demás, aunque se llame como muchas de ellas 25 de mayo.

Pero ¿es acaso la palabra sólo lo que no es? No me refiero a si es en sí o para sí, sino a si no es más que diferencia. Según Jakobson, si bien Saussure está enteramente en lo cierto al describir de ese modo al fonema, no es válido geralizar hasta el punto de decir que las palabras alemanas Nacht y Nächte no son nada más que oposición. Según Ducrot, en tanto, una forma más defendible del postulado saussuriano estaría en decir que la palabra (en realidad la unidad lingúistica) es no todo lo que no son las demás, sino únicamente eso.

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* Cf. el Curso de Saussure.