sábado, 8 de diciembre de 2012

Correlación, causalidad y medicación

La ritalina es una droga que no ha alcanzado en Argentina un consumo tan masivo como parece haberlo heho en otros países. Y parece también haber una correlación entre este hecho y el de que el diagnóstico por ADD tampoco haya prosperado tanto. Este tipo de correlaciones suelen despertar interés. Y tal vez a ello se deba que mientras que la BBC, el New York Times y abcnews, por ejemplo, hayan publicado un estudio sueco sobre una presunta relación entre la prescripción de ritalina y una baja en la criminalidad, en castellano es poco lo que alcanza google, y en primer lugar un medio inglés que publica en español.


El (no tan) escéptico neuroskeptic también ha posteado al respecto, adelantándose a las 'críticas' diciendo que nadie había hablado de causalidad. De todas formas, no hace falta ser demasiado perspicaz para saber que no es necesario mencionarla para que sea invocada. Y que en la cultura en que vivimos difícilmente se ausenta. La "medicalización de la vida cotidiana" ha logrado una extensión tal, por lo demás, que nadie se extrañariá que en algunos países al menos no falten quienes lleven su confianza en la medicación a las políticas penales estatales. Es cierto que en ciertos casos la Ritalina ya es comprada y suministrada en familias donde se pretende un mejor rendimiendo escolar de sus integrantes menores. Pero existen muchas otras que no parecen aún encolumnarse tras los ideales médico-educativos. Y tal vez la prevención, relativa a una cuestión que interesa a gran parte de la sociedad y basada en un cálculo de probabilidades, puede hacer las veces de un motivo para que el estado destine recursos en tal o cual sentido.

En cuanto a la causalidad, creo que los titulares parecen hablar por sí mismos (a diferencia, como decía Freud, de otros significantes) en lo que sugieren: "El tratamiento de ADD 'puede reducir el riesgo de la conducta delictiva'", "ADD, un estudio sugiere vínculos entre medicación y menos delitos".

Recientemente una madre decía que carecía de sentido que la psiquiatra de su hijo le proveyera una determinada medicación, dado que se había indicado inicialmente a causa de sus problemas de "conducta" (tenía 7 años), y tras meses de ingerirla esos problemas no sufrieron cambio. El principal argumento psiquiátrico en casos así suele basarse en el principio axiomático debe medicarse. O más teórico: el tratamiento es la medicación. Sentado esto, su abordaje sólo puede ser cuál es la indicada. Pero esto se encuentra con la concepción, bastante arraigada al parecer, de que la medicación no es inocua, y menos en alguien de 7 años. Algo así como ¿para qué medicar, maxime si la droga no cumple sus promesas? Partiendo de premisas tan distintas es esperable que se posponga en entendimiento de las partes.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Más allá del principio de placer. Quinta y última parte.

(ir a la primera parte; ir a la cuarta parte)

VII

En la última parte se examina de nuevo la noción de placer, que había sido presentada como una descarga de excitación, tomando como modelo el acto sexual, “el máximo placer asequible”, que “va unido a la momentánea extinción de una excitación extrema”[1]. La ligazón de la pulsión “una de las más tempranas e importantes funciones del aparato anímico”, “sería una función preparatoria destinada a acomodar la excitación para luego tramitarla definitivamente”[2].

Freud llega a esta conclusión: el afán de placer es más intenso al inicio, pero menos irrestricto. Esto en base a que los procesos excitatorios no ligados provocan sensaciones más intensas que los ligados, y a que si desde el principio el principio de placer no actuase en ellos, no lo haría después.

Hacia el final del texto se plantean algunas cuestiones que podrían suscitar ulteriores estudios. La conciencia toma noticia tanto de las sensaciones placenteras como las displacenteras, pero también lo hace de una cierta tensión, la cual puede ser tanto de una como de otra cualidad. Se indican dos hipótesis: primero, que “por medio de estas diferenciaciones diferenciamos los procesos de la energía ligada y la no ligada” (es decir, supongo, que unos corresponderían tanto a los placenteros como a los displacenteros puestos, o no, en relación con dicha tensión); segundo, que placer y displacer se refieren a variaciones cuantitativas mientras que la tensión a la cantidad absoluta.

Por otra parte, se menciona el hecho del contraste entre la notoriedad de las pulsiones de vida, en contraposición a lo inadvertido en que las de muerte realizan su trabajo. Y la relación directa entre el principio de placer y la pulsión de muerte.


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1 Freud, Más allá..., AE p 60

2 Ibíd.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Más allá del principio de placer. Cuarta parte de cinco.


(ir a la primera parte, ir a la tercera parte)

VI

El sexto apartado retoma uno de los supuestos precedentes a fin de ponerlo a prueba de nuevo, luego de ser formulada la interrogación respecto de qué es lo que la copulación, en tanto meta de una las las clases de pulsiones, repite[1].

La premisa a retomar es la de que todo ser vivo tiene que morir por causas internas, supuesto que resulta concebible, incluso, como un consuelo. Es habitual (Freud mismo lo hace en otros lugares) considerar la creencia en la vida después de la muerte como tal, pero en este caso menciona que la muerte resulta preferible si es una ley natural inexorable, 'Αναγηκη, a que si es una contingencia evitable; y hasta podría ser que la creencia en la «legalidad interna del morir» sea una ilusión para soportar mejor las «penas de la existencia»[2].

Freud se refiere a los trabajos de Weismann Über die Dauer des Lebens (Sobre la duración de la vida) de 1882, Über leben und Tod (Sobre la vida y la muerte) de 1884 y Das Keimplasma (El plasma germinal) de 1892; donde Freud encontró la teoría del apartado anterior de la diferenciación de la sustancia viva en una parte mortal (el soma) y otra inmortal in potentia (las células germinales) a la que, dice, había llegado por caminos diferentes, no considerando la sustancia viva sino las fuerzas que afincan en ella.

Sin embargo, la opinión de Weismann sobre la muerte es distinta, pues ella vale sólo, según él, para organismos pluricelulares, no los unicelulares, de modo que la misma no sería una propiedad universal de la vida sino adquirida, incluso adaptativa: adecuada a fines. Mientras tanto, la reproducción si parece una propiedad inherente a ella, primodial. Freud hace notar que el punto de vista que vé en la muerte una consecuencia directa de la reproducción es tributaria de Goette, de Über den Ursprung des Todes (Sobre el origen de la muerte). Para Hartmann, por ejemplo, la muerte coincide con la reproducción. Y se citan algunas investigaciones de laboratorio, unas que condujeron a afirmar la inmortalidad de los protistas, otras a que mueren tanto como los animales superiores, tras una fase de envejecimiento. Como intento de conciliar los hechos mencionados en las respectivas investigaciones se afirma que el cambio en el medio donde habitaban los pequeños organismos (como ocurría en las investigaciones de Woodruff) tendría un efecto similar al de la reproducción y que a falta de tal habría llegado a los mismos resultados que las investigaciones que resultaron divergentes en ese punto. Se infiere entonces que ese efecto responde a la incidencia de los productos del metabolismo propio, mientras que los de otra especie inciden en cambio rejuveneciendo esos pequeños seres animados.

Llegado a este punto Freud se detiene a pensar si resulta o no atinado buscar la respuesta a su pregunta mediante el estudio de los protistas. De hecho, incluso si la muerte resultada, como lo opinaba Weismann, una adquisición tardía, eso no cancelaría la hipótesis de que no ya la muerte, pero sí al menos las fuerzas a ella tendientes pudieran incluirse entre las que tienen lugar en la vida de estos microorganismos. Además no sólo la biología se dedicado al estudio de este problema, sino también los filósofos, entre los que se cuenta a Schopenhauer (Se menciona en una nota del editor la Especulacióntrascendente sobre la aparente intencionalidad en el destino delindividuo de Parerga yParaliponema) quien concibió la muerte como el «genuino resultado» de la vida.


Freud prosigue con una recapitulación de su teoría de la libido. Al inicio se había postulado la oposición entre dos clases de pulsiones, las sexuales y las yoicas de autoconservación. El hecho de haber extendido el concepto de las primeras de ellas más allá de la estricta función de reproducción, recuerda, había despertado gran escándalo en la sociedad. Luego se reparó en la regularidad con que el yo quitaba del objeto la libido para dirigirla a sí (la introvesión). También se tuvo en cuenta el estudio del desarrollo de libidinal infantil y se llegó a concebir al yo como “el reservorio genuino y originario de la libido”[3]. El yo era entonces un objeto sexual “el más encumbrado de ellos” y la libido que permanecía en el yo (en lugar de investir un objeto) se denominó narcisista. Así, la libido narcisista representaba la exteriorización de pulsiones sexuales, pero también a las de autoconservación. Y sin embargo, nada había que objetar a la vieja fórmula según la cual “la psiconeurosis consiste en un conflicto entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales” [4]. Faltaba definir dicha diferencia en base a una tópica.

Se plantea el problema de que si las pulsiones de autoconservación son de naturaleza libidinal, luego no parece que pueda hablarse de pulsiones yoicas en algún otro sentido. Y aduce Freud que, ante “la oscuridad” de la cuestión, no parece bueno desechar las ocurrencias que prometieran esclarecimiento. Se había tomado en cuenta la oposición entre las pulsiones de vida y las de muerte, pero el amor de objeto enseña otra oposición: la que media entre amor y odio. Pero ¿deriva la pulsión sádica del Eros o acaso se trata de una pulsión de muerte que unicamente sale a la luz y puede vislumbrarse cuando el Eros la dirige al objeto? De ser así (como en el último caso), el masoquismo, que había sido concebido como una reversión contra la persona propia del sadismo, se lo hace ahora como una vuelta regresiva, lo que conlleva implícito el supuesto de un masoquismo primario.

Pero como el interrogante inicial, referido a qué repite la pulsión sexual, o como dice más tarde, al origen de las mismas, entonces cita Freud la teoría que Aristófanes, en el diálogo platónico El banquete, profiere respecto del amor. Se advierte nuevamente al lector, excusando recurrir a una mito antes que −como venía haciendo− a las teorías biológicas. Pero se destaca un elemento que le interesa de esa argumentación: en ella, la pulsión se deriva “de la necesidad de restablecer un estado anterior”[5]. Resumiendo, pues el lector seguramente querrá seguir el link que conduce a la obra de Platón, para Aristófanes hubo, en el origen, tres clases de hombres, uno de los cuales (del que sólo queda el nombre) se componía de una mitad hombre y otra mujer. Pero Zeus los seccionó y en adelante las mitades buscaron reunirse en la primitiva esfera.

Llegado a este punto, Freud hace unas aclaraciones: que él no argüye siguiendo una certeza cartesiana ni pide que el lector lea de un modo semejante. El factor del convencimiento no tiene nada que hacer en su argumentar. Pero ¿por qué seguir sus vías e, incluso, hacerlas públicas? “Pues bien, es sólo que no puedo negar algunas de las analogías, enlaces y nexos apuntados en ella me parecieron dignos de consideración”[6]




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1 Puede extrañar a lectores habituados a la literatura científica que un autor se conduzca de una manera semejante frente a una premisa de su teoría. Suele ser más habitual que se aceptan o se rechazan los enunciados, y se argumenta de una vez por todas para persuadir al lector de seguirlo en la vía que se adopte. Sin embargo, este proceder le es impuesto a Freud con la doctrina del inconsciente que él mismo forjó, y con ello no hace más que ser consecuente con sus fundamentos, en lo que implican con respecto al saber y a la verdad.

2 Strachey refiere la frase a Schiller, Die Braut von Messina (La novia de Messina). Lacan popularizó la expresión «dolor de existir», véase “Kant con Sade” en Escritos II.

3 Freud, Más allá..., p AE 50

4 Ibíd.

5 Ibíd. 56

6 Ibíd. 59

sábado, 17 de noviembre de 2012

Más allá del principio de placer. Tercera parte de cinco.

 (ir a la primera parte)
(ir a la segunda parte)

V

Comienza la quinta parte de este ensayo con el tema de las excitaciones de fuente interna y la importancia económica que adquieren por no haber protección “hacia adentro” (o bien, como ya había dicho, por usar con respecto a las mismas la protección como si fueran externas). Para llamarlas por su nombre, digamos que a tales fuentes Freud da el nombre de «pulsiones», Trieb en alemán (que en traducciones como las de López Ballesteros se designan como instintos; lo que luego fue muy criticado por lo equívocos −de todas maneras inevitables por cierto, creo yo− que eso permitió). Estas pulsiones son, dice luego, “los representantes de todas las fuerzas eficaces que provienen del interior del cuerpo y se transfieren al aparato”[1], y agrega el supuesto de que las mismas (lo los procesos que de ellas parten) obedecen al tipo no ligado de proceso nervioso, que fue estudiado detenidamente en Die Traumdeutung y que dió el nombre de proceso psíquico primario. La diferencia entre éste y su contraparte, el secundario, es identificada con la que media entre procesos de investidura libre y ligada. Cabe notar que con anterioridad el principio de placer era concebido como el funcionamiento primario del aparato, relevado por el principio de realidad, pero en esta ocasión el imperio irrestricto del principio del principio de placer es resultado de un cierto trabajo de ligadura independiente al principio que se había supuesto inicial.

Retoma entonces el tema del juego infantil, donde la repetición de la vivencia displacentera resulta en un dominio sobre la impresión que produjo, y señala un aspecto de éste: el niño se mostrará inflexible exigiendo la identidad de la impresión, rasgo de carácter llamado a desaparecer más tarde, según afirma. A diferencia el adulto que ya no ríe del mismo modo la segunda vez que escucha un chiste que la primera (lo que parecería permitir el supuesto de que la novedad sea condición de goce) el niño querrá escuchar la misma historia, jugar el mismo juego buscando esta identidad. Freud ya había hablado de esta identidad, el reencuentro de la identidad, y aquí repite que no contradice el principio de placer. Pero agrega “en el analizado resulta claro que su compulsión a repetir en la transferencia los episodios del período infantil de su vida se sitúa, en todos los sentidos, más allá del principio de placer”[2]. Con lo cual notamos, o podemos conjeturar, que es teniendo en mente esta dificultad de la transferencia que esta teoría fue concebida, lo cual la vuelve un poco más inteligible. Se hace una indicación metapsicológica de paso, i.e., que las huellas mnémicas de la infancia no subsisten en el aparato de modo ligado. Pero pasa a preguntarse sobre el vínculo entre la repetición y lo pulsional y arroja una fórmula como esta: “una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducir un estado anterior”[3].

La pulsión resulta por ello conservadora y no progresista o desarrollista. Hipótesis que se toma de base para la argumentación posterior, luego de una advertencia al lector. La primer consecuencia de ella es que todo el desarrollo corre por cuenta de los influjos externos, que adjetiva a su vez de perturbadores y desviantes. Sólo es una apariencia engañosa la que lleva a ver en las pulsiones fuerzas que tengan que ver con el cambio, con el progreso, pues su meta es alcanzar lo inorgánico, que le precedió. Los 'fenómenos vitales' tal vez sean la retención que las pulsiones conservadoras hacen de aquellos rodeos que el mundo le imponía en su momento para alcanzar esta meta. Así, del primer al segundo momento, la pulsión incorpora lo perturbador, lo que desviaba respecto de su meta, para ocupar justamente ese lugar; más adelante dice que su papel es “conservar la alteración impuesta” (hecho por otra parte que se corrobora en diversos ámbitos de la cultura por cierto). Se vuelven sus peculiaridades propias de un modo un tanto paradójico: “el organismo sólo quiere morir a su manera, también estos guardianes de la vida fueron orignariamente alabarderos de la muerte”[4]. Estas son la pulsiones de autoconservación, que lucha contra la influencia de las fuerzas que lo ayudarían a dar con su meta por un circuito más corto, una conducta que Freud distingue de aquella que llamamos inteligente.

En lo que sigue se refiere a las otras (la restricción de la hipótesis), las pulsiones sexuales. En el interior del ser vivo encontramos ciertas células que, a diferencia del resto del organismo, no lo acompañan a la muerte natural, apartándose de él, con lo que se les adscribe una inmortalidad potencial. Estas pulsiones, por tanto, sobreviven al individuo y bregan por el encuentro de dichas células con otras germinales diferenciadas. Estas pulsiones son más coservadoras todavía: son resistentes a la injerencia externa y conservan la vida por lapsos más largos; pese a que −agrega en 1923− son lo único que desde adentro puede concebirse como tendiente al progreso. Entre estas, las sexuales, y las otras, de muerte, hay una oposición. Y la vida es un ritmo “titubeante”: unas pulsiones se lanzan hacia la meta, luego las otras vuelven hacia atrás, prolongándola.

El resultado de esto es la cancelación del supuesto de una pulsión de perfeccionamiento, calificada de consoladora ilusión. El perfeccionamiento es obra, luego, de la represión antes que las pulsiones las cuales, reprimidas, hallarán toda satisfacción (sustitutiva, reactiva, sublimada) insuficiente. Este camino “hacia atrás” hacia una satisfacción plena está impedida por la represión y por ello se busca avanzar por los caminos posibles, dando la apariencia de una pulsión de perfeccionamiento.

(leer la cuarta parte)


1 Freud, Más allá..., A.E., p 34
2 Ibíd., p36
3 Ibíd.
4 Ibíd. p 39

domingo, 21 de octubre de 2012

Más allá del principio de placer. Segunda parte de cinco.


IV

La cuarta parte de Mas allá... se presenta como una de carácter eminentemente especulativo, como un intento de adentrase en las consecuencias de una idea por curiosidad. Es premisa habitual en el psicoanálisis (que en sus inicios había provocado a sus detractores, pero luego fue aceptada) que la conciencia no era un carácter universal de los procesos anímicos, sino de aquellos que tienen su lugar en lo que Freud llamó sistema Cc. Este último se ubica “en la frontera entre lo exterior y lo interior”[1], lo cual coincide con las hipótesis de la anatomía cerebral que la ubica en la corteza cerebral, que es su estrato más exterior. Pero distingue ambos enfoques: el análisis quizá pueda llegar más lejos, puesto que “la anatomía cerebral no necesita ocuparse de la razón por la cual”[2] esto es así.

Freud contrapone esta conciencia con la huella mnémica. Concebido tempranamente según el modelo de la Bahnung [3], la huella mnémica es concebida como una secuela duradera dejado por algún proceso excitatorio. Así puede concebirse que se conforma la memoria. Pero ocurre que el sistema Cc no conserva las huellas de sus afecciones. Freud realiza la argumentación siguiente.

En el sistema Cc ocurre que, o los procesos que afincan en él son conscientes, o producen huellas mnémicas. Se descarta el caso en que las dos premisas puedan darse a la vez, lo que se argumenta considerando la imposibilidad de tal conjunción, pues esto conduciría necesariamente a un límite a la receptabilidad, ya que no se puede conservar todo en la conciencia. Si la consciencia no olvida (y aceptando ambas hipótesis), entonces se colma y ya no recibe impresiones nuevas. Pero lo que se olvida ya no es “conciente” y por tanto la huella debe ser inconsciente, entonces hay que abandonar alguna de las hipótesis, pues aceptarlas sería aceptar una contradicción, a saber, que algo esa la vez consciente e inconsciente. Supongamos en segundo lugar que ocurriera este segundo caso: el sistema Cc conserva las huellas inconscientes. Pero entonces este sistema no es el lugar de aquellos fenómenos que van acompañados de la conciencia, y por tanto carecería de sentido la postulación de tal instancia hecha en primer término. Y quedaría intacta la cuestión referida al lugar de lo consciente, lo cual debe tener alguno.

Es de este modo que Freud concluye que en el sistema Cc los que tiene su lugar allí deviene consciente, pero no deja huella duradera alguna en ese lugar. Y en apoyo de esta descripción se menciona el hecho de que la localización postulada para este sistema (en coincidencia con la anatomía cerebral) sirve asimismo para dar cierta explicación. Para ello cita la conocida imagen de la vesícula viviente. Este organismo es concebible como una sustancia estimulable cuya superficie, diferenciada, está vuelta hacia el exterior y recibe por tanto los estímulos que provienen de ahí. Esta superficie, por lo tanto, se ha ido modificando por la acción de los estímulos hasta que se formó una corteza, la cual es capaz de seguir recibiendo nuevos estímulos, pero ya no se altera con ello ni dejan ellos su huella. Un postulado ulterior es el de la existencia de una protección antiestímulo de esta vesícula. La parte externa deja de tener la estructura de la materia viva, se vuelve inorgánica, y reduce los estímulos externos a pequeñas fracciones suyas. Esta capa da pierde su vida y como resultado preserva la de la sustancia interior. Subsiste de todas formas la capacidad de tomar muestras del exterior, función que se ejemplifica con los órganos sensoriales.

Una descripción hecha al pasar, donde se alude también de paso a la Estética Trascendental ubica tres peculiaridades de los «procesos anímicos inconscientes», a saber: no se ordenan temporalmente; el tiempo no altera nada en ellos; no puede aportárseles la representación del tiempo. La primera remite a que su orden no es el cronológico, la segunda a su indestructibilidad, la tercera parece menos clara según el contexto, creo, y tal vez sea un poco más filosófica.



Retomando luego el “estrato cortical sensitivo” de la vesícula viviente, el sistema P-Cc, menciona el hecho de que no sólo recibe estímulos externos, también de adentro recibe cantidades de excitación. Pero sucede que la protección antiestímulo es aplicable sólo a lo externo, no a lo que viene del interior, si bien las cualidades que de allí provienen son más adecuadas al funcionamiento del aparato. Pero esto determina: 1) la prevalencia de sensaciones de placer y displacer, que es un indicio por lo demás de la procedencia interna, por sobre los estímulos externos y 2) cierta orientación de la conducta respecto de las “excitaciones internas” displacenteras en virtud de la cual se las trata como si fuesen externas, i.e., se les intenta aplicar el medio defensivo antiestímulo. Este es, dice, el origen de la proyección. (tal vez el punto 1 pueda decirse simplemente que se refiere a la prevalencia de lo interno respeto de lo externo debido a la inexistencia de protección antiestímulo “hacia adentro”).

Son excitaciones tramáticas (define Freud) las que poseen fuerzas suficientes paraperforar la protección antiestímulo. El trauma produce, en un primer momento, la abolición del principio de placer, en el cual la tarea es dominar dicho estímulo, bajar los volúmenes de excitación.

El dolor corporal es con probabilidad la perforación de la protección antiestímulo en un punto circunscripto, de la cual afluirán por tanto excitaciones continuas, tal como lo hacen las internas. ¿Cuál es la reacción del aparato? Moviliza energía para generar en torno al punto de intrusión una «contrainvestidura» de nivel correspondiente, la cual empobrece los otros sistemas psíquicos, y que produce una parálisis o un rebajamiento psíquico. Se infiere, dice, de esto, que un sistema de elevada investidura es capaz de recibir nuevos aportes de energía y transmutarlos en energía «ligada». Cuanto más alta su energía ligada propia, más alta la fuerza ligadora del aparato. Con respecto a la energía «ligada» y «no ligada», se había hecho mención al diferencias el sistema Cc, el cual no tendría energía ligada sino sólo «libremente móvil», de modo que la huella es la ligadura misma (Esta diferencia, por otra parte, es atribuída a Breuer.). De este modo se explica Freud el aspecto parlizante del dolor, lo que no ocurriría si de explicaran las cantidades de la contrainvestidura como simples transferencias desde la fuerza externa que ocupó el punto de donde emerge el dolor.

Luego de estas descripciones teóricas, se concibe la neurosis traumática común como “el resultado de una vasta ruptura de la protección antiestímulo”[5]. Y vuelve al tema del «terror», respecto del cual dice que tiene por condición la “falta de apronte angustiado”, lo que significa la sobreinvestidura de los sistemas que reciben el estímulo. Al faltar esta, entonces, los sistemas no están en condiciones de ligar los volúmenes ingresados al aparato en el trauma, y de las consecuencias que tiene. Concluye entonces que el «apronte angustiado» es, por la investidura de los sistemas receptivos que conlleva “la última trinchera de la protección antiestímulo” y también que los sueños de las neurosis traumáticas, que no sirven al principio de placer, procuran “un desarrollo de angustia cuya omisión causó la neurosis traumática”[6]. Y menciona, además, junto a estos sueños, aquellos otros que se presentan en un psicoanálisis que devuelven el recuerdo de los traumas infantiles como relativas ambos a la compulsión de repetición, basado en este último caso “en el deseo (promovido por la sugestión) de convocar lo olvidado, lo reprimido” [7].



Notas
1 Freud, O.C., Tomo 17, Amorortu, p.24
2 Ibíd.
3 Cf. el Proyecto de psicología de Freud.
4 Freud, O.C., Tomo 17, Amorortu, p.25
5 Ibíd., p.31.
6 Ibíd.
7 Ibíd., p.32