Freud
publicó Más allá del principio del placer (en
alemán Jenseits des Lustprinzips)
en 1920, y tres años más tarde apareció una versión traducida al
castellano. El ensayo se refiere con cierta extensión a los
conceptos de «compulsión de repetición»
y «pulsión de muerte»
y por tanto ha sido considerado de gran importancia para el estudio
de la teoría psicoanalítica.
I
En
muchas formulaciones teóricas de Freud encontramos el concepto de
principio de placer
como regulador del aparato anímico,
cuyo funcionamiento era concebido como una búsqueda de placer, el
cual por su parte se definía como la tendencia a la disminución de
la cantidad de energía en el interior del aparato, su descarga
(mientras que el displacer su aumento). Freud remarca que este
principio fue adoptado en la teoría en calidad de supuesto.
Es en cierta medida una
novedad de este escrito el afirmar la incorrección de la concepción
que atribuye imperio irrestricto al principio de placer sobre “los
decursos anímicos”. Afirma Freud: “Si así fuera, la abrumadora
mayoría de nuestros procesos anímicos tendría ir acompañada de
placer o llevar a él y la experiencia más universal refuta
enérgicamente esta conclusión”[1]. Existe, sin duda, la tendencia
la placer, pero que su imperio no es cabal.
Se
citan en la primer parte algunas “circunstancias” que impiden que
dicho principio prevalezca. La primera tiene “el carácter de una
ley”, y es explicado como el hecho de que una aparato funcionando
de ese modo no podría subsistir y por ende las pulsiones de
autoconservación imponen lo que llamó principio
de realidad.
Éste no es que diste mucho del otro, pues básicamente lo define
como el rodeo que implica para el aparato tomar en cuenta su medio
externo, para llegar a los mismos fines. Sobre esto pude referirse el
lector al Proyecto
de psicología,
obra póstuma donde se desarrolla esta serie de presupuestos, y
también a otros escritos, ejemplo de los cuales son el capítulo VII
de la Interpretación
de los sueños
y Sobre los dos
principio del acaecer psíquico.
Otra “fuente de displacer”
“surge de los conflictos y escisiones producidos en el aparato
anímico”. Algunas pulsiones (o partes suyas) resultan
inconciliables con otras y son por ello segregadas de la “unidad
abarcadora del yo” mediante represión. En virtud de esto, las
“pulsiones reprimidas”[2] quedan en estadios inferiores al
desarrollo psíquico del resto, y si llegan a alcanzar en tales
circunstancias alguna satisfacción, resultará para el yo una
satisfacción displacentera. Al comentar este pasaje, cinco años más
tarde, dice Freud que lo esencial es que placer y displacer están
ligados al yo como sensaciones conscientes.
También se mencionan otra dos
fuentes en este apartado; la “percepción del esfuerzo de pulsiones
insatisfechas” y una percepción penosa en sí por provocar
expectativas displacenteras por ser tomada por un peligro.
Todas
estas fuentes ya habían sido mencionadas por el autor en escritos
previos, y en este que comentamos ahora, dice que ellas no
representan un reparo para el principio en cuestión.
II
Otro
hecho que resulta inconciliable con el principio de placer
es el de las «neurosis traumáticas».
Para la fecha en que se escribió Más allá …,
la primera guerra era un episodio cercano, y con ella se habían
producido numerosos casos de este padecimiento. Y si bien existía la
costumbre de atribuirla al deterioro orgánico en el aparato nervioso
a causa de la violencia mecánica del 'trauma', esto no era ya
sostenible para Freud, quien la compara con la histeria.
Parece,
dice, que “el centro de gravedad de la causación” está en el
factor sorpresa; y además un daño físico contrarrestra muchas
veces la producción de neurosis (menciono aquí, entre paréntesis,
lo que se dice más adelante respecto de este punto: la violencia
mecánica, fuente de excitación sexual, liberaría un quantum
de ésta y la herida física ligaría por sobreinvestidura cantidades
excedentes en el órgano dolido, factores que incidirían en este
efecto 'incomprensible' −en virtud de la noción que, véase acá,
concibe a la angustia como la última trinchera de la defensa− ,
que es puesto en relación con el hecho de que afecciones como la
melancolía o la dementia praecox pueden
ser temporalmente canceladas por una enfermedad orgánica
intercurrente). Viene entonces la clásica diferenciación
esquemática entre terror,
miedo y angustia,
según la cual ésta última es una estado de expectativa y
preparación de un peligro, aunque no se lo conozca, el miedo
requiere de un objeto determinado y el terror involucra un factor
sorpresa en virtud del cual no hay preparación ante el peligro. La
angustia, dice, protege contra el terror y también la neurosis
traumática.
En
estas últimas, la vida onírica se caracteriza por retrotraer una y
otra vez al enfermo a la situación en que sobrevino el trauma “de
la cual despierta con renovado terror”. Esto debiera asombrar,
dice, pues si el sueño es realización de deseos (según la célebre
tesis de Die Traumdeutung),
no es razonable que atormenten al soñante quien, por otra parte, en
estado de vigilia no frecuenta esas reminiscencias.
Es
en este segundo apartado donde figura el también célebre «fort-da»
es decir, el comentario sobre un juego infantil que no era otra cosa
que jugar a arrojar un carretel pronunciando “o-o-o” por parte de
un niño, interpretado como «fort»,
se fue, juego que en ocasiones era acompañado de un «Da»,
acá está. Este
juego involucraba juguetes, pero también jugaba, por ejemplo, con su
propia imagen reflejada en un espejo a que desaparecía y aparecía.
El juego en su conjunto recibió la interpretación de que se
entramaba con la renuncia pulsional involucrada en el hecho de tener
que admitir que su madre se vaya. Este juego, así como los sueños
de las neurosis traumáticas, no parecen conciliables con el
principio de placer. ¿Por qué se satisface con algo que en
principio parece displacentero para el niño, es decir, que se vaya
la madre? Podría ser entonces que con este juego lo que se satisfaga
sea una venganza de su madre, como si le dijera, echándola “¡Andate!
¡No te necesito!”, sólo que dirigido ahora a sus objetos y a su
propia imagen.
III
En
1920 habían pasado ya 25 años desde la invención del
psicoanálisis, y en el transcurso de ese tiempo, las “metas
inmediatas de la técnica” fueron cambiando. Al principio, “el
psicoanálisis era sobre todo un arte de interpretación”[3]. El
analista le decía, en el momento oportuno, lo inconsciente oculto
para el enfermo. Como esto no solucionaba la cuestión terapéutica,
entonces surgió el propósito de que el enfermo corrobore la
construcción mediante su recuerdo. Con este cambio, el centro de
gravedad pasó a ser las resistencias, y el arte entonces fue
descubrirlas, mostrárselas y moverlo a que las resignase “por
medio de la influencia humana”[4]. Pero con esto tampoco se llegaba
a “hacer consciente lo inconsciente” (recordar lo reprimido).
Puede ser que no recuerde para nada lo reprimido, pero en tal caso lo
que hace es repetirlo.
Según
es sabido, esta «compulsión de repetición»
vuelve a traer, reactualiza, lo infantil, el complejo de Edipo, en la
transferencia que se establece entre el analista y paciente. Freud
utiliza la expresión neurosis de transferencia
para aludir al hecho de haberse llegado hasta tal punto. Y aclara que
la resistencia no corre por cuenta de lo inconsciente sino de los
estratos superiores de la vida anímica, aquellos que desencadenaron
la represión. Introduce entonces la célebre revisión tópica
en virtud de la cual se contraponen el yo y lo reprimido en lugar de
lo consciente y lo inconsciente.
La
resistencia, que tiene asiento en el yo, sirve al principio de
placer. Quiere evitar la “liberación de lo reprimido”, pues eso
sería displacentero. La compulsión de repetición, en cambio,
“devuelve también vivencias pasadas que no contienen posibilidad
alguna de placer, que tampoco en aquel momento pudieron ser
satisfacciones, ni siquiera de las mociones pulsionales reprimidas
entonces”[5].
Se
dan entonces algunos ejemplos. Un daño en el sentimiento de sí
puede ser la secuela de la périda de amor y el fracaso propias del
sepultamiento del complejo de Edipo. La queja “nada me sale bien”
puede resultar del fracaso en la investigación sexual de la
infancia. Al parecer, los neuróticos tienen gran habilidad en
reanimar tales situaciones afectivas en la transferencia: “se
afanan por interrumpir la cura incompleta, saben procurarse de nuevo
la impresión del desaire, fuerzan al médico a dirigirles palabras
duras y a conducirse fríamente hacia ellos, hallan los objetos
apropiados para sus celos, sustituyen al hijo tan deseado del tiempo
primordial por el designio o la promesa de un gran regalo”[6].
Este
tipo de cosas se encuentra también fuera del análisis. Individuos
en quienes toda relación humana termina siempre igual: benefactores
cuyos protegidos terminan siéndoles ingratos, hombres que siempre
terminan siendo traicionados por sus amigos, otros que buscan elevar
a alguna persona para después destronarla y reemplazarla por otra, o
que recorren en sus relaciones amorosas las mismas fases y el mismo
final.
Son
estas cosas las que llevan a Freud a decir que realmente existe una
compulsión a la repetición más allá del principio de placer, la
cual se enlaza íntimamente con una “satisfacción pulsional
placentera directa”[7].
La
compulsión de repetición, que se pretendía poner al servicio de la
cura, es ganada por “el bando del yo” quien la usa en la
resistencia.
_____________________
1
Freud, O.C., Tomo 17, AE., p. 9
2
Si bien suele decirse que lo que se reprime es el significante o las
representaciones, de este modo se expresa Freud en este texto. Tal
vez algunos prefieran leer algo así como “la representación
ligada a la pulsión” cuando se conjuga el verbo reprimir.
3
Ibíd., p. 18.
4
Ibíd.
5
Ibíd., p. 20.
6
Ibíd., p. 21.
7
Ibíd., p. 22.